miércoles, 10 de diciembre de 2014

C805 1CxD02 179

C805 1CzD02 179   10 de diciembre de 2014

Frontal

© Jorge Claudio Morhain

¡Faaa! ¡Miren cómo pica! ¡Glorioso…!
Apenas oigo el ruido. La música, suave, invade todo el habitáculo. El GPS parece un videojuego, girando al compás del camino. El perfume a auto nuevo me embriaga.
¡Qué agilidad! ¡Cinco camiones,  y bing, ping, zum, paso y entro, paso y entro! ¡Esto es máquina!
Y miren el velocímetro. ¡Ciento ochenta!
¿Será cierto?
Sin embargo, la 4x4 aquella, negra, sigue adelante mío. Ja. Me vio por el retrovisor, y pisa el fierro.
Ahora va a ver cuando la pase…. ¡Así! ¡¿Qué tocás bocina, vos?! ¿¡Qué hacés luces?! ¿No ves que esto es una máquina, y que antes de que vos llegues yo ya pasé a la 4x4 y entré de nuevo…
Ahí voy. A veces me mando por la banquina, y la cara de los que quedan como palos, viéndome pasar. Me la imagino, claro, porque yo no puedo verlos.
¡Eh! ¡La 4 x 4 negra me pasó de nuevo! ¡Ese tiene guita, la máquina traga medio surtidor cada vez que me adelanta…!
Bueno, vamos a darle el gusto. Ahora, tres camiones al hilo y lo dejo pagando. Eso, eso, eso.
Pero, ¿de dónde salió ese boludo, ese otro camión? ¿Cómo se manda a pasar con lo justo, semejante mole? ¡Que se tire a la banquina! ¡Yo venía pasando normal!
¡Qué mole, mamita! ¡A un lado, a un lado!
Eso. Pasó. Pasé los camiones. Pasé la 4x4.
Paz. Qué silencio, mi máquina. Mirá el retrovisor. Se van alejando, como una manchita. Camiones, autos, la 4x4.
Y ahora adelante no hay nada. Solamente la ruta inmensa y larga y el paisaje que se va aplanando, aplanando, mientras acelero, feliz, solo, solo, solo. Ganador. Mirá qué máquina. Ni ruido hace.
Por el camino, que parece ir difumándose. Por el paisaje, que se hace más pampa que nunca, ya no se ve nada. Como si todo fuera niebla y luz. Y luz. Y luz.
¡Faaa, qué máquina!



martes, 9 de diciembre de 2014

C804 1CxD02 178

C804 1CxD02 178   9 de diciembre de 2014

Hueco

© Jorge Claudio Morhain

El último ataúd terminó rompiéndose, y hubo que sacar los pedazos de difunto en una bolsa de residuos, para llevarlos al osario.
Mientras el ayudante se llevaba los huesos, Franco, el sepulturero, limpiaba la tumba que al día siguiente recibiría un nuevo cadáver, indigente sin duda. Los que podían pagar iban al sector antiguo, donde había bóvedas y mausoleos.
Cuando rascaba el fondo se produjo el agujero. Un hueco limpio, donde la pala no encontró resistencia alguna. Franco maldijo por lo bajo y removió la tierra alrededor, para buscar la cueva  (él suponía que era la cueva de algún bicharraco, cuis, víbora, peludo, que había cavado el orificio).
Pero al caer la tierra el hueco se demostró más amplio. Mucho más amplio. A medida que la pala escarbaba iba apareciendo, nítida, una entrada. Una escalera. Una escalera hacia las profundidades. Franco asomó la cabeza por sobre la tumba, a ver si volvía su compañero. Nada. Pajaritos y viento. Y nubes oscuras, que robaban la luz.
Puteando de nuevo, encendió su linterna y miró el hueco.
Escaleras. Escaleras perfectas. Movió la pala y quitó la tierra de los escalones. Mampostería. ¿Mármol?  ¿Habría habido allí una bóveda subterránea, tapada luego con tierra?
Lo mejor hubiera sido dejar todo como estaba, y llamar al director del Cementerio. Eso pensó Franco más tarde, demasiado tarde. Porque en ese momento sólo se le ocurrió ampliar el hueco, y pisar aquella escalera.
Apenas la suela tocó el mármol (porque era mármol) Franco se resbaló: un musgo fino y viscoso, casi invisible, cubría los escalones. Costó muchísimo mantenerse en pie, y sólo pudo hacerlo saltando cuatro o cinco escalones a la vez. Por suerte, conservaba la linterna. Aunque quizás la suerte hubiera sido perderla.
La escalera continuaba, sin vérsele el fin, al menos dentro del reducido haz de luz. Con extrema precaución siguió descendiendo los resbalosos escalones. Una especie de brisa, cargada, húmeda, con olor (¿a qué iba a ser?) a cementerio, parecía brotar de lo profundo.
Entonces oyó la risa. Primero, parecía un roce (patas de rata, pensó) Luego, ya se hizo evidente que había una garganta. Riéndose.
En el haz de luz comenzó a perfilarse algo. Algo viscoso. Algo pulposo. Algo escamoso. Algo dotado de ventosas supurantes. Algo que avanzaba desde las profundidades. Y reía.
Franco trepó de rodillas, resbalando una y otra vez, hasta que sintió en su espalda los tentáculos, fríos, huecos, ácidos, quemantes.

Franco Chávez, el sepulturero, fue hallado por la mañana (el ayudante se había ido a su casa, luego de juntar aquellos huesos) Estaba acurrucado en el fondo de una tumba vieja, en el sector de indigentes. Aparentemente había resbalado al querer salir del pozo y había sufrido un infarto. Nadie pudo explicarse la hilera de chupones que cubrían su espalda, bajo la desgarrada camisa. Parecía una hilera de ventosas, como aquellas de vidrio que se usaban antaño.

El nuevo entierro estaba esperando, así que retiraron a Franco y alojaron al nuevo inquilino. En una rápida ceremonia llena de mocos y llanto, la tumba fue cubierta.

viernes, 5 de diciembre de 2014

C803 1CxD02 177

C803 1CxD02  177  5 de diciembre de 2014

Bachata del amor perdido

© Jorge Claudio Morhain

La puerta de vaivén se quedó oscilando. Como esperando.
La observé detrás de mi copa. Una y otra vez. Iba y volvía. A veces, se balanceaba tanto que pensaba que volvería. Pero creo que era el viento del mar, que trataba de engañarme. Ella había salido por esa puerta. Y nunca volvería.
Con un supremo esfuerzo me levanté de la silla, pagué mis copas, y me fui hasta la puerta vaivén. Ni siquiera terminé mi último trago. Estuve un buen rato, preguntándole a la puerta. Pero ella, esquiva, no me contestaba, sólo oscilaba. Cuando el patrón preguntó qué pasaba, le pedí permiso (a la puerta de vaivén) y la empujé hacia afuera. El sol me golpeó como una maza, y la arena se mecía como si fuera un mar, en oleadas, crestas y minúsculas dunas. Los pies de ella estaban aún ahí, lavados una y otra vez por el viento, pero notables todavía.
El viento quiso llevarme. El sol quiso devolverme al bar. Pero hice un esfuerzo, e, inclinado hacia adelante, apoyé mis torpes patas en las delicadas marcas de sus piececitos.
Uno. Otro. Otro más.
Me tambaleaba en la arena ardiente, hacia la playa, hacia el mar, pero no tanto como para encontrar la arena fresca de la restinga. Por el lado ardiente. Por el lado inclemente.
Seguí sus pasos, inclinado, impulsado como una piedra por la goma de la honda, mientras sus marcas se iban borrando cada vez más. Cuando llegué a las carpas ya casi no existían. Tampoco me hacían falta. Sabía dónde había ido. Ella.
Entre las carpas. Entre las lonas agitadas por el viento.
Ella estaba desnuda. Ya ni siquiera tenía la breve bikini del bar, ni el pareo. El guardavidas se estaba pajeando, frente a ella, babeando, esperando el momento del contacto.
No habría contacto.
Saqué la pistola, y le pegué cuatro tiros. A ella. A él, que se me vino encima, bastó con uno. Le regalé la pistola. Total, no podría usarla: ya estaba muerto.
Me salió una bachata, entre los labios. La bachata del amor perdido.
Me incliné mucho, y caminé hacia el mar. Entré en el agua, entré a las olas.
Ya saben, nunca aprendí a nadar.
Lo que lamentaba era el último trago, que no había terminado.





jueves, 4 de diciembre de 2014

C802 1CxD02 176

C802 1CxD02 176  El asalto  4 de diciembre de 2014

El asalto

© Jorge Claudio Morhain

Iba a ser un robo perfecto.
Pero Sonia, que viajaba con el grupo a Posadas, fue reconocida por una ex compañera. Sonia había sido azafata.
El golpe fracasó. No podíamos darlo sin Sonia. Y Sonia NO debía estar en Posadas. Sabíamos que, más temprano que tarde, la azafata la reconocería.
Eso me llevó a considerar el lado oculto de la realidad. Los mundos paralelos, simultáneos, las distintas dimensiones. ¿Qué es la realidad? La realidad ES la percepción humana, y, más aún, la percepción individual.
Toda una teoría, demostrada, aceptada… pongamos, “el agua aumenta de volumen al congelarse”, necesita un observador, alguien que comprenda de qué está hablando la teoría, que haya tocado el hielo y el agua, que acepte la teoría. Claro, hay teorías que se aceptan por convicción intelectual, como la teoría del Big Bang. ¿Pero qué pasa si basamos un robo en el hecho de que al congelar la cerradura llena de agua va a romperse por la dilatación? Habrá que tener una máquina para congelar el agua, el agua, la cerradura que acepte mantenerla, etc. Y que no se interrumpa la electricidad. Y para cada una de las personas involucradas en el robo, el asunto tendrá su propia perspectiva e importancia: no es lo mismo para el cerrajero que para el electricista. Y cada variable del problema crea una bifurcación, una dimensión distinta.
La realidad es así. Uno trabaja en un nivel superficial, ve las cosas por fuera, de la cara que se presenta a la vista o al entendimiento, bajo las circunstancias en que se la observa. Un poquito que se mueva el análisis de esa realidad y comenzará a desenrollarse, como un papiro sostenido por un escriba.
Para trabajar cotidianamente necesitamos la síntesis, el nivel superficial. Pero para planificar necesitamos conocer la mayor parte posible del papiro desenrollado.


Costó convencer al grupo que esas disquisiciones eran más que cháchara académica o elucubraciones filosóficas.
Pero cuando lo entendieron, cada uno tomó una parte del plan y lo estudió hasta las últimas consecuencias.
Y, entonces sí, el robo iba a ser perfecto.
La realidad iba a ser vencida.
Cometimos el asalto.
Creo que lo leyeron en todos los diarios y lo vieron en todos los canales. “El asalto del siglo”.
El robo perfecto. Ni un disparo, ni un arma siquiera. Los rehenes apoyándonos. La policía hablando con fantasmas hasta que ya no estuvimos. Glorioso. Nos dieron un premio; simbólico, porque entre delincuentes no circulan las identidades como para ser premiadas.
Pero luego vino el después. El después implicaba una realidad en constante variación, cambiante, actualizable a cada instante. ¿Cómo mantenerla controlada? ¿Cómo tener todo el papiro ente nuestros ojos?
Uno de nosotros no lo resistió. A cambio de un tratamiento especial, nos entregó.
Al menos a una parte de nosotros, al menos a una parte del botín.
Eso sí, seguiremos siendo héroes que vencieron a la realidad. A la realidad completa.

Y no es poca cosa.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

C801 1CxD02 175

C801  1CxD02 175     3 de diciembre de 2014

El taxi de Fernández – La nena

© Jorge Claudio Morhain

Pleno mediodía. Calor agobiante, El pavimento hierve y su vapor estremece todas las cosas. El aire a full, Fernández siente el dolor de las gomas que van quedando, milímetro a milímetro, integradas a la ciudad.
Daba para una siesta. Sólo que Fernández recién había empezado el turno, y se regodeaba con la fresca que vendría al atardecer.
La nena levantó la mano.
Porque era una nena. Grandota, sí, de la altura de Fernández. Pero con esa incompletitud rozagante e inocente. Y prepotente. Y con su pollerita minúscula y su top generoso. Y con una mochilita con forma de oso de peluche.
– Llevame a GEBA, eh… Fernández (leyó la identificación a mi espalda)
– Okey.
Suspiró.
– ¡Ah…! ¡Qué lindo que está acá! ¿Me Puedo quedar a vivir?
– Cómo no. Si tu mamá te da permiso.
– Boludo.
– ¿Perdón?
– No dije nada, Fernández.
– ¿Siempre llamás a los taxistas por el nombre?
– Claro. Por si tengo que denunciarlo…
La mirada de la nena, por el retrovisor, no dejaba lugar a dudas.
Al rato, cuando tomaron una calle oscura, la nena volvió a suspirar.
– Tengo que cambiarme, Fernández.
– Cambiate.
– Pero no mires. No mires, Fernández.
Los pasajeros no saben del espejito extra, disimulado con la calcomanía del Gauchito Gil. Fernández bajó el retrovisor. Pero no al Gauchito.
Carajo con la nena.
Además de la pinta fatal que iba adquiriendo a medida que cambiaba la pollerita por el pantalón brillante y el top por una blusa entallada y más escotada que antes (no usaba corpiño) el tacho se llenó de perfume, un perfume que por sí solo embriagaba y enamoraba.
– ¿Cómo te llamás, nena?
– “Nena” no. Tengo otro nombre.
– Perdón, pero sos una nena… ¿Ya te cambiaste?
– Sí. Mirame y chiflá. Fernández.
Fernández levantó el espejito y, claro, silbó.
Ahora no era una nena. Era lo que se llama una “modelo top”. Lo que no quita que fuera una nena.
– ¿Te gusto?
– Claro. Pero estoy trabajando.
– ¿Y si no estuvieras trabajando qué?
– Nada. No me meto con menores.
– ¿Cuántos años me das?
– Dieciséis –, dijo Fernández luego de mirarla atentamente, quitarle el polvo y la pintura, cambiarle la ropa, y aún hacer un esfuerzo.
– Sabés que no, Fernández. Pero no importa. Estamos llegando.
De repente se encendieron todas las luces. De repente Fernández vio las camionetas de los canales, soportando las antenas. De repente los camarógrafos lo apuntaron, y los cronistas abalanzaron sus micrófonos.
La nena le alcanzó un billete y le dio un beso en la mejilla, estirándose por sobre el asiento.
– Chau, Fernández. Algún día nos encontraremos de nuevo.
– Chau, X… – Tímidamente, a Fernández le salió el nombre de la nena. El nombre famoso de la nena. Le salió casi automáticamente, cuando vio el frenesí de los “chimenteros de la farándula”, esa manga de idiotas que, bueno, se ganaban el mango igual que él se lo ganaba transportando nenas.
– Chau, X…
Volvió a repetir el nombre famoso, mientras se comían a la nena como gallinas empujándose por el maíz, brillando aún al sol de la siesta.
Sonaba lindo.


martes, 2 de diciembre de 2014

C800 1CxD02 174

C800 1CxD02 174  2 de diciembre de 2014

Ganimedes

© Jorge Claudio Morhain

Había cambiado de forma.
Se había achatado, como si le hubieran pasado una plancha. Como si, en un chiste, le hubieran pasado una plancha. Sus extremidades se habían alargado, cayendo a los lados de la cama, perforando las sábanas, ramificándose en excrecencias escamosas que iban perdiendo trozos plateados. Respiraba con un hondo resuello, como una vieja cámara de auto desinflándose del todo.
Además, estaba el líquido. El líquido espeso y correoso que empapaba el colchón y caía en goterones, ligeramente humeantes, acres, cargado de amoníacos.
Se iba disolviendo.
Pero no para desaparecer. Para transformarse. Para invadirlo todo.
Acorralado contra el rincón, sentí que los tentáculos me alcanzaban, me tanteaban como antenas de cucarachas, se colaban por las arrugas de mi piel, me lastimaban.
En lugar de desmayarme, en lugar de apagarme, aquel contracto exacerbaba mis sensaciones, y sentía miles de hormigas recorriendo y mordisqueando mi piel, y oía, y olía, y escuchaba más y más y más, hasta invadir mi mente con un martilleo profundo, un timbre agudo y poderoso como el sonido de mi despertador.
Desperté.
Sudaba.
Temblaba.
Estela dormía, roncando levemente, con tapones en los oídos y máscara sobre los ojos.
El sueño se repite, todas las mañanas.
He buscado en Internet, y di con un grupo de personas a las que les sucede lo mismo. Todas proceden de Ganimedes. Dicen. Obviamente, yo soy bien terrícola, así que no es mi caso.
Comencé a ir a un psicólogo, quien me dijo que eran fijaciones de la infancia, cuando leía cuentos de terror.  Me derivó a un psiquiatra, y éste me recetó ansiolíticos.
Ni siquiera compré los ansiolíticos. Y no fui más al psicólogo.
Intenté desentenderme del tema. Total, sólo eran sueños.
Pero de pronto surgió otro problema.
Pasó que mi mujer empezó a mirarme raro. Y finalmente me lo dijo.
Sueña que me disuelvo, dice. Y que me crecen ramas en las extremidades.




domingo, 30 de noviembre de 2014

C799 1CxD02 173

C799 1CxD02 173   30 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – La goma

© Jorge Claudio Morhain

Había sido una noche salvaje. Agotado hasta el fondo de su fibra más íntima (esa y la virtual), Fernández dormía a pata suelta.
En medio del sueño, oyó el grito:
– ¡Se pinchó una goma!
A continuación, soñando, Fernández se bajó del auto, puteó, miró donde estaba (en ninguna parte) y finalmente bajó el gato y el auxilio.
Volvió a sonar el grito: “¡Se pinchó una goma!”
– Ya va, ya va… –, musitó el taxista, luchando (como siempre) con los bulones muy ajustados.
Entonces sintió un golpe. Como un manotón. Se incorporó para repeler el ataque, y enseguida otro más, casi una cachetada.
Y se despertó. La Carmen estaba cianótica, pálida, desencajada. Y decía con un hilo de voz “Se pinchó una goma… se pinchó una goma…”
Fernández llamó al SAME, y se la llevaron.
La noche había sido salvaje, y la prótesis no había resistido a los estrujones (o quizás ya venía resentida de tantos otros estrujones, dada la profesión de la Carmen)
Y la silicona es muy, muy nociva.

A la salida del telo, por las dudas, pateó Fernández consistentemente las cuatro ruedas, no fuera…

sábado, 29 de noviembre de 2014

C798 1CxD02 172   29 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – Leyenda urbana
© Jorge Claudio Morhain

No podía faltar. Noche oscura, viento patagónico, calles desoladas. Y la muchacha desabrigada que levanta la mano.
Fernández se detuvo, como corresponde.
– Buenas noches.
– Buenas noches. (Acento duro, alemán o polaco. O ucraniano. O rumano, ¿no?)
– ¿Tiempito, eh?
– Sí… (Se quitó el miserable saquito de hilo, como raído, y dejó al aire un top que gemía bajo el volumen de las tetas.
– ¿No está un poco desabrigada? Perdone, no…
– No tengo frío. Llevame a Flores. Balbastro, entre San Pedrito y Lafuente, ahí donde hace la curvita.
– ¿A los monobloks?
– No.
– Me imagino que no vivís en situación de calle…
– Vos dale.
– Ni en el cementerio de Flores… (eso lo pensó, no lo dijo: pero es una leyenda urbana el caso de la muerta que toma un taxi hasta su “casa”, en el camposanto…)
No era un viaje alentador. No era una zona agradable. Y era una noche de viento helado y luna ausente.
Fernández suspiró hondo, y se dedicó a manejar.
Una cosa resultó favorable: poco tránsito. Enseguida estuvieron tomando la curva de Balbastro.
– Balbastro, la curva. ¿Dónde…?
– Unos metros más, en el paredón.
– El paredón del cementerio.
– Ajá. Ahí está la entrada. ¿La ves?
Sí, Fernández la veía. Una entrada majestuosa, como de depto de lujo, con alero para coches, luces indirectas, jardín. Fernández frenó de golpe, sorprendido.
– Estacionate en el parking, bajo el alero.
– Pero… aquí había solamente un paredón… Y algunas carpas de indigentes.
– Sos poco Pro vos –, dijo la mina, y estiró unos billetes.
– No, dólares no acepto. Dame pesos.
– Uy, tengo que buscar adentro. Bajate, te invito un trago.
– Estoy trabajando, señora.
– Señora tu hermana –, contestó, y movió el culo hacia el interior de la casa. – Ya vengo.
Pero no vino.
Fernández esperó un tiempo prudencial. Después tocó la bocina. Una. Dos. Cinco veces. Después se bajó y caminó en torno al auto. Y después llamó a la puerta.
Apenas tocó la madera todo el edificio se plegó.  Las paredes se sumergieron en el piso, la medida total se achicó, y la puerta se abrió con un chirrido dejando ver la cripta en su interior. El tipo que estaba en la puerta no dejaba lugar a dudas. Ni por el aspecto ni por el olor.
Nunca supo Fernández cómo salió de allí. Unas roturas en el pantalón lo hacen sospechar que trepó el muro, cosa bastante imposible.
El taxi estaba en la vereda, y los pibes ya tenían dos tuercas flojas.
– ¡Rajen o los quemo! –, gritó, apuntando un arma imaginaria, que en la oscuridad podría parecer desde una 22 a una Itaka.
Salió arando, rumbo a las luces.
Mientras musitaba, como una letanía. “los zombis no existen… los zombis no existen…”

viernes, 28 de noviembre de 2014

C797 1CxD02 171

C797 1CxD02 171   28 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – Llovía como llueve

© Jorge Claudio Morhain

Llovía como llueve en las ciudades tristes, dice la canción. Fernández estaba de algún modo triste.
Había hecho un buen día, como corresponde a las lluvias en la ciudad. Pero la humedad pringosa, los relámpagos, los parpadeos de la luz eléctrica, los embotellamientos, los derrapes, los semáforos, terminaron por entristecerlo. Así que decidió apagar el taxímetro, e irse a su casa.
Pero el semáforo estaba embotellado. Algo había pasado adelante, y era el tercer ciclo que perdía.
Durante todo ese tiempo veía a Brenda, mal guarecida en un refugio miserable y roto, empapada, temblando. No sabía que se llamaba Brenda. Pero sí sabía que se estaba pescando una pulmonía.
No, Fernández, eso no se hace. Pero lo hizo. Cuando abrió el semáforo paró junto al refugio, y bajó la ventanilla.
– Subí –, le dijo.
Ella se tocó el pecho con el índice, interrogativa.
– Sí, vos. – Ella no lo oía. Fernández le hacía señas.
Se arrimó a la ventanilla.
– Disculpe. Yo no lo llamé.
– No importa. Te llevo igual. Te estás empapando ahí.
– ¡¿Disculpe…?! –, Brenda miraba a todos lados. Estaba sola. Espantosamente sola. – Estoy esperando el colectivo.
– Ya sé. Pero el colectivo demora mucho. Subí. No te voy a cobrar. Ah… y tampoco te voy a violar, si eso estás pensando.
Brenda se quedó inmóvil, un lapso interminable. La lluvia, ahora fuera del refugio, le corría por la cara.
Abrió la puerta y entró al taxi.
– Solamente tengo la tarjeta SUBE.
– Bueno, voy a aceptar la SUBE… Tranquila. No me gusta manejar solo en la lluvia. Yo te hago un favor, vos me hacés un favor.
Un largo silencio.
– Lléveme hasta un subte. Yo me arreglo.
– ¿Vivís en el subte?
Un largo silencio.
– ¿Por qué lo hace…? No debí haber subido…
– Termínela. Lo hago porque tengo ganas de hacerlo. No le voy a cobrar nada. No la voy a llevar al subte, la voy a llevar a su casa… a menos que viva en Rosario. No la voy a molestar, me voy a quedar callado. No fumo. No tengo encendida la radio. Me llamo Fernández, como puede ver en la ficha, detrás de mi asiento.
– Gracias, Fernández. – le dio la dirección. – Que Dios se lo pague.
– Terminala.
– Bueno.
Un largo silencio.
– Me llamo Brenda. Y estaba huyendo de mi casa.
– ¿Te llevo al aeropuerto? Lo mejor es un avión…
– Gracias por el humor, Fernández… Estaba huyendo de mi casa, por eso salí sin plata, sin paraguas, sin abrigo. Sólo llevaba la SUBE.
– ¿Y ahora dónde te estoy llevando?
– A mi casa. Ahora… estoy volviendo.
Un largo silencio.
Fernández oyó sorber, delicadamente. La mina estaba llorando.
– ¿Te pega?
– Mucho.
– ¿Tenés hijos?
– Sí. No. Estoy embarazada. Por eso me pega.
– Hijo de puta. Mandalo a la mierda, Brenda. Denuncialo, y mandalo a la mierda.
Un largo silencio.
– No puedo…
Llanto. Llanto.
Fernández tenía un paquete de pañuelos en la guantera. Se los alcanzó.
– Brenda –, dijo al rato.
– ¿Qué?
– No me llores más.
Un largo silencio.
– Tu marido es un milico.
– ¿Cómo lo sabés?
– Y vos no sos su mujer. Sos su amante.
– Mmh…
– Y la casa es tuya.
– Fernández, ¿vos me levantaste por casualidad o me estuviste siguiendo?
– Tengo muchos años de volante, pichona. ¿Querés que te lleve a mi casa? Tengo un cuarto vacío, y no te cobro alquiler… Digo, no te cobro el alquiler que estás pensando. Mañana, con el sol, vemos qué hacemos.
Un largo silencio.
– Fernández…
– Brenda.
– Gracias.


jueves, 27 de noviembre de 2014

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C796 1CxD02 170   27 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández: Mamá

© Jorga Claudio Morhain

Subió con una valijita, ansioso, apretando el celular y el pañuelo con el que se secaba el sudor.
– A la clínica Otamendi, por favor. Lo más rápido que pueda.
– Buenas tardes –, dijo Fernández.
El pasajero no le contestó. Acomodó la valijita sobre el asiento. Fernández estiró el cuello para tratar de ver por el retrovisor, ¿Tenía una rejillita esa valija?
– ¿Lleva una mascota? –, preguntó como al pasar.
El sudoroso se tomó unos minutos.
– No, es mi mamá. Sufrió un accidente.
– Ah… Lo siento.
– La agarró el tren. La llevaron al Otamendi, pero no habían encontrado la cabeza…
Estaban cerca, Entonces sonó una voz distinta. De mujer.
– ¿Falta mucho, querido?
– No, mamá -, contestó el pasajero. Estamos llegando. Enseguida te van a componer…
Fernández no veía el celular, pero seguro que el pasajero ansioso estaba hablando con manos libres, con la madre, en el sanatorio.
– Sanatorio Otamendi –, anunció Fernández.
– Ya estamos, mami. Ya estamos. Quedesé con el vuelto. – El pasajero extendía un billete de cien, mientras levantaba la valijita.
– Menos mal –, dijo la valijita. Bueno, eso le pareció a Fernández, que enseguida desechó la ocurrencia: habló el manos libres, seguro.
Vio al tipo correr hacia el hospital, con la valijita. Sí, tenía una rejillita. Y… parecía que goteaba.
Fernández estacionó unos metros más allá, maldiciendo por lo bajo, mientras se bajaba.
– El tarado dejó que su perro me mee el tapizado, seguro…
Abrió la puerta trasera. Sí, el tapizado tenía una mancha.
– ¿No te digo? ¡Y la puta…! – : tocó la mancha.
No, no era pis.
Era sangre.

C795 1CxD02 169

C795    1CxD02  169                        26 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández – La sirena

© Jorge Claudio Morhain

El carburador estaba tosiendo de nuevo. Fernández largó una puteada y estacionó en el parque Uruguay, frente a ATC (o sea Canal 7, Fernández era de esos que se les pegan los nombres viejos: Yilét, Segba, Entel…), y abrió el capot. Sacó el filtro de aire, inspeccionó la boca del carburador. No se veía gran cosa… Se trepó al guardabarros y estiró la cabeza. Y se cayó adentro.
Estaba caliente. No tanto como para quemarse, pero sí como para sudar. El olor a nafta lo mareó un poco, pero enseguida se acostumbró. El metal estaba pulido y brillante. Con cuidado, descendió por el caño, tratando de encontrar la maldita basura que se cruzaba en el flujo. Justo donde empezaba el filtro, la encontró. Estaba hermosa, bajo la luz filtrada por el cartucho de plástico y el azul de la nafta súper. Dijo llamarse Fiamma, dijo que era una sirena de la nafta de alto octanaje, dijo que era un servicio extra de la compañía.
Fernández hizo todo lo posible para que la sirena de la nafta saliera con él, a dar una vuelta. No hubo caso. Mimos, besos, abrazos, promesas.
No se podía seguir así. Por último, con todo el dolor del alma, Fernández sacó del bolsillo el Limpiacarburadores en aerosol. Y disolvió a la sirena.
Después se hizo unos mates, y se sentó en un banco de la plaza, a pensar en la sirena de la nafta extra súper.

Los mejores amores son los imposibles.

martes, 25 de noviembre de 2014

C794 1CxD02 168

C794     1CxD02 168    25 de noviembre de 2014

El taxi de Fernández - El héroe

© Jorge Claudio Morhain

– Buenos días –, dijo. – Yo soy un héroe.
Fernández lo miró por el espejo retrovisor. Sí, estaba vestido como un personaje de historieta. Entre El Hombre Araña y Flash. Andá a saber cuál.
– ¿A Tecnópolis? – preguntó Fernández.
El héroe hizo una pausa, intrigado al parecer.
– ¿Por qué Tecnópolis?
– Hay un encuentro de historietas, con cosplay…
– ¿Qué es eso?
– Ah, no… Una fiesta de disfraces… de personajes de historieta. Superhéroes… como su disfraz.
– Lléveme a Carranza y Morelos. Allí hay un asalto importante.
– Si usted lo dice…
Por un rato el pasajero quedó en silencio. Fernández se dedicó a su volante, que bastante trabajo le daba. La calle estaba pesada. De pronto, el pasajero dijo:
– No es un disfraz.
– Si usted lo dice…
Fernández iba pensando en los asaltos de su juventud. Justamente en uno de ellos conoció a la Hilda. No sabía si había sido para bien o para mal, pero los chicos habían salido buenos. Pensó que si le decía a sus chicos que iba a un asalto no lo entenderían. Pero…
– Perdón… ¿Dijo que iba… a una fiesta?
– No es una fiesta. Están robando un banco. Tienen rehenes y quiero intervenir.
Fernández puso la radio, bajita.
– ¿Lo están pasando en la tele? ¿La radio dirá algo?
– No entiendo…
Fernández dejó las cosas así. Uno no tiene que hacer mucho caso de lo que dicen los pasajeros. Si no, terminaría peleándose la más de las veces…
A dos cuadras de Carranza y Morelos el héroe le puso una mano en el hombro.
– Déjeme acá, Fernández. Hay un cerco policial.
– ¿Sí? Son treinta y tres cincuenta…
El héroe le pagó.
– Disculpe. ¿Cómo piensa llegar si hay un cerco policial?
Ahora lo vio sonreír. Una buena sonrisa.
– No te preocupés, Fernández –, dijo.
El héroe bajó del coche. Soltó la capa que venía sosteniendo con el brazo, y se alejó del taxi de Fernández.
Se alejó volando.


viernes, 21 de noviembre de 2014

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C794 1CxD02 168    21 de noviembre de 2014

Piensa

© Jorge Claudio Morhain

En el medio de la batalla, el cruzado se puso a pensar. Malo. No se piensa en medio de las batallas. No se piensa antes de las batallas. No se piensa luego de las batallas. El soldado, en general, no debe pensar. Pero, cuando veía a esos sarracenos tan parecidos a sus camaradas, tan furiosos como sus camaradas, tan valientes como los suyos, arremetiendo, como si el espacio se pudiera forzar, si el empujón del hierro y la sangre pudiesen arrastrar al enemigo hasta hacerlo desaparecer. Ensayó un Padrenuestro, para apartar de sí la tentación. Gritó, para tapar con su voz todos esos fantasmas interiores. Revoleó la espada una y otra vez. A veces encontró carne. A veces no. De pronto se encontró cara a cara con otro soldado, con un sarraceno, montado en un corcel magnífico, como el suyo. La espada y la cimitarra quedaron trabadas, y los rostros de dientes listos a morder tan cerca. Entonces el cruzado oyó al sarraceno, o creyó oírlo, con voz clara y segura, una sola palabra:
PIENSA.
La luz del pensamiento invadió su espíritu, y, creyó, eso traería al Espíritu Santo y le daría toda la fuerza de la Cristiandad para acabar con quien usurpaba la tierra de Cristo. Pero no. Sólo lo llevó a vacilar el tiempo suficiente para que la cimitarra girase en el aire, esquivando el agarrón de la espada, y le rebanase la cabeza.
Mientras veía, misteriosamente y por designio de Dios, cómo su cabeza volaba por al aire alejándose de su cuerpo comprendía las verdaderas palabras del sarraceno, que no habían sido aquellas que demoraran su impulso. Decía:

ESTA ES MI TIERRA.

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C793 1CXD02 167    20 de noviembre de 2014

Alejandra

© Jorge Claudio Morhain

Rolando, el nuevo, trajo un elegante Tupper con alguna cosa que olía a retorcijón de ganas. Yo llegué primero, y estaba comiendo el abundante sándwich preparado por mí mismo, al mejor estilo de Dagwood (un personaje de historieta que ya nadie conoce) Luego vendría Martínez, con su rodete siempre torcido, y tomaría una sopa de sobre. Y al final, como siempre, Alejandra. Había sido un día de trabajo pesado, y en el pequeño comedor donde nos juntábamos a diario no había ambiente de joda, ni siquiera ese día, que jugaban River y Boca.
Alejandra se paró en seco a la entrada del comedor, y luego tiró sobre la mesa su Tupper. El microondas estaba vacío, de modo que a continuación destapó el Tupper  y lo introdujo para calentar su comida.
Alejandra…
Suelo sentarme, mientras como, esos días sin comentarios (la mitad de las veces, generalmente) a imaginarme una vida con Alejandra. Me gustó desde el día que entró en la oficina, precedida por una fama de genia (había trabajado en HP, IBM y MS) inaccesible, hierática, bella, misteriosa, profunda. Desde luego, ni se me ocurrió conversar con ella, pensé que sería como un bloque de hielo. Pero no. De repente nos encontramos charlando. Encontrando gustos comunes. Gestos espejo. Odios parecidos (cigarrillo, fútbol, tontos) Y no había mucho tiempo para charlar. El mediodía era el único momento compartido entre los cuatro empleados. Y para tener intimidad había que llegar primeros, o demorarse para quedar últimos. O tener intimidad de a cuatro.
Así, luego de tanto tiempo juntos, nos habíamos conocido bastante, Alejandra y yo. Pero solo hasta ahí. El resto lo había imaginado. Los roces inocentes. Los sentimientos compartidos: un llanto, una sonrisa, un doble sentido. Eso habría llevado a una intimidad constante. Y el día que ella se quemaría con la pava yo la contendría en mis brazos y besaría su herida, y ella alzaría la vista y me miraría con esos ojos de té y me daría un beso en la boca, muy suave, y luego seguimos así, meses y meses, encuentros furtivos, besos clandestinos, apretones apasionados. Todo hermoso, maravilloso, sublime. E imaginado, por eso tan perfecto.
Masticando el sándwich y sintiendo la sutil combinación de picantes y dulces, húmedos y secos, recordaba toda esa trayectoria imaginaria, que había ido elaborando poco a poco, yo con sándwiches y ella tan cerca. Tenía que agregarle otro episodio, hoy. Hoy…
Pero hoy la imaginación se encallaba, y el oleaje golpeaba, y la espuma no me dejaba ver más allá de la escollera. Algo interrumpía mi recuerdo imaginario: una barrera de realidad.
Ella se agitaba, parecía angustiada. Sacó el Tupper del microondas y lo dejó caer sobre la mesa. Tenía torrejas. Torrejas de seso, mi plato preferido. Abrí la boca para decírselo, pero su mirada me congeló. Y entonces el mar subió hasta mi altura, y boqueé, y el recuerdo completo me invadió. Y me avergonzó. Recordé la parte real de aquella novela imaginaria, recordé que ya le había dicho lo de las torrejas de seso, y comprendí que hoy las había cocinado especialmente para mí, y que yo me había olvidado, concentrado en el sándwich que se suponía me había reparado mi mujer (esa mujer que siempre alababa y que era tan imaginaria como el 60% de mi vida.
Y quise decirle, Mónica, no tengo mujer. Yo me hago los sándwiches, adoro esas torrejas de sesos y… y te adoro a vos.
Quise decírselo, pero no lo dije. El pibe nuevo, Rolando, le puso una mano en el hombro y le dio su pañuelo, porque ella está llorando mientras se atraganta con las torrejas de sesos.
Y ya es la hora de volver al trabajo.

Y de imaginar, mientras descuido la tarea, qué hubiera pasado si yo…

miércoles, 19 de noviembre de 2014

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C792 1CxD02 166     19 de noviembre de 2014

De miel

© Jorge Claudio Morhain

Sus ojos son color de miel: es imposible quitarla de mis propios ojos, de mis manos, de mi boca, de mi cuerpo, de mi mente, de mi alma. Las rubias de ojos de miel son así.  Lo que hay allí adentro es miel, y ya sabemos, la miel, aún sin tocarla, se te pega en las manos, la boca, el cuerpo, la mente, el alma y los ojos.
Claro, la rubia ojos-de-miel no es mía, lo cual no sería una novedad. Pero tiene dueño, sin entendemos esa relación antigua dueño-dominado. Si la entendemos de forma moderna, digamos que ella ama a alguien. Y lo ama bien. De modo que me queda, por descarte, la tortura lenta de la amistad. Peor aún, de la buena amistad.
Intento cosas locas. Calor. La miel se disuelve con calor. Es posible hacerla desaparecer al fin con agua caliente.  Pero es imposible. Yo no tengo agua caliente.
Agua, acaso. Mucha agua.
Por suerte, es temporada de lluvias. Y la lluvia lava todos los pecados. Así que saldré afuera, dejaré que me moje, que me golpee, que me raspe. Quizás aún me quede todavía algo de miel, bajo las uñas. Pero con toda seguridad la avalancha helada habrá limado mis recuerdos, apagado mis sensaciones. Empujado el carricoche inhábil del olvido.
La he visto, montada en el jamelgo esquelético que lleva a tumbos ese carricoche irreal, que parece siempre fuera de foco. Desdibujada, también ella, por la lluvia. Pero oliendo a miel.
Mejor así.
Seguiré con el café amargo. Tampoco me gusta el azúcar.


martes, 18 de noviembre de 2014

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C791   1CxD02 165   18 de noviembre de 2014

1,20 x 1 metro, paneles, botonera, anotador, auriculares, mate

© Jorge Claudio Morhain

– Comprendo. ¿Qué clase de dolor?
– ¿Cómo qué clase? ¿Hay clases de dolor? ¡Me duele, doctor! ¿No comprende? ¡Me duele!
– Cálmese, por favor. No soy doctor. Simplemente quiero saber qué síntomas tiene para derivarla a un doctor.
– Me duele todo. Me duele el alma. Me duele… el pecho. Donde…
– Ajá. ¿Un dolor agudo, o como sordo, generalizado?
– Agudo, como si se me clavara algo. Pero me invade todo el pecho, ¿no entiende?
– Entiendo. ¿Siente como si la aplastaran?
– …
– Señora…
– ¿Usted me está cargando? Le digo que me duele, y usted pregunta si me aplastan. ¿Qué te pensás, que me duele porque hay un tipo encima de mí que me está penetrando?
– No, señora. Un dolor en el pecho, me dijo. ¿Sensación de que le aplastan el pecho? Solo sensación.
– Puede ser. O no. A ver… No, no siento aplastamiento. El dolor está en el centro del pecho. Por debajo de mis mamas, ¿me entiende? Donde…
– ¿Hace mucho que comió?
– ¿Qué tiene que ver?
– ¿Sufre del estómago? ¿Tiene gastritis?
– ¿Por qué no se deja de joder y me manda la ambulancia?
– Aún no me ha dicho su dirección.
– Billinghurts 1224, departamento 12.
– Le envío la ambulancia con un médico generalista. Estará ahí en…
– Doctor…
– ¿Sí?
– ¿Qué hago con la sangre?
– No me habló de sangre, señora.
– ¡Le hablo ahora! Creo que una bala entró por el estómago…
Estoy oprimiendo el switch que me comunica directamente con el 911.
– Enseguida estamos allá, señora. Haga un bollo de trapos, y oprímalos sobre la herida. ¿Me entendió?
– Sí… Apúrese, doctor…
– Sí, 911. Un posible herido de bala, un femenino. Le paso la dirección…
El mate, como siempre, ha vuelto a enfriarse. Me tomo un descanso para ir a buscar agua nueva al dispenser. Faltan tres horas para irme. Por la ventana se ve claridad. Por ahí anda el sol, haciendo fuerza para subir.
Vuelvo con el termo caliente, y me siento nuevamente. Eso habilita mi línea. Ya está llamando.
– Servicio de emergencias.
– ¿Es usted…?
– Perdón…
– Usted, que me preguntó si me aplastaban el pecho.
– Ah, sí. Es muy raro que entre de nuevo en el mismo operador. Somos unos cuantos… ¿Llegó la policía…?
– …
– ¿Señora?
– Gracias.
– Por favor. Es mi trabajo. No llore. Necesita fuerzas para reponerse. Mucha suerte. Adiós.
Un mate. El mate reconforta. Como la mano de un amigo.


lunes, 17 de noviembre de 2014

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C790     1CxD02 164      17 de noviembre de 2014

Cuentos  berretas

© Jorge Claudio Morhain

Me vino con cuentos. Odio que me vengan con cuentos.
Quién va a creer que ella, una nena fea, decididamente fea y gorda, llena de acné pustulento, con los dientes torcidos, tosca como su madre, pueda ser asediada a la salida del colegio. Le di una cacheada y la mandé a dormir sin comer. Más tarde le llevé un par de torrejas y un vaso de Coca, pero la hija de su madre había estado comiendo turrón que robó del paquete reservado para Navidad. Le iba a dar otra cachetada pero me contuve, a la final una se la aguanta. Me sonrió con cara de boba y me pidió un beso. Hice un esfuerzo y cerré los ojos estirando la trompa hasta rozar la cara pinchuda de la gorda. Después me fui más rápido que ligero, porque no aguanto el olor de esa pieza. No sé por qué el Cholo se empeña en tener ese contrapeso con nosotros. Mejor sería que se lo llevara su ex, así deja de venir cada quince días a llorarnos toda la tarde haciéndole mimos. Parece que me lo hace de propósito. Casi dos años ya, y nada. Andá a saber de quién es hija la guacha, seguro que del Cholo no.

Hoy se demoró de nuevo. La persiguen los chicos, dice. A mí me lo va a hacer creer. Seguro le roba plata al padre, porque que a mí no, y se va a tomar helados o a zamparse chocolatines, a lo mejor con otras compinches tan fea como ella. Hoy ni caso le hice. Vino con la cabeza gacha, agarró un plato, puso guiso en el microondas, extendió un mantelito y comió sola. Ni la miré. Después lavó el plato y lo secó y lo puso en su lugar, y se fue a la pieza. Esta anda en algo. A mí no me jode.

El Cholo me armó un quilombo porque encontró un Evatest en el baño. Dice que si tanto quiero un hijo por qué no cuido un poco más a la gorda, y que si no le gusta así que ya sé dónde está la puerta. Todo por la hija de puta esa, que seguro se compró el Evatest para jugar, para ver cómo era, o a lo mejor es de una amiga, porque, carajo, el que está tirado en el tacho del baño da positivo.

Hoy le dije que sí al repartidor de Ivess, y me fui a la mierda. El Cholo se va a poner como loco. Pero que se quede cogiendo a la hija. Es el único que puede mirarla o acosarla, como ella dice. Me va a hacer creer que son los compañeros. Es el Cholo, me juego la cabeza. No me chupo el dedo. Ahí tiene, embarazó a la hija. Cornudo de mierda. A la hija sí, y a mí nada. Ahí tiene. Que se quede con ella.

Y si me ven una lágrima es de bronca, no me vengan con boludeces, ¿eh?



jueves, 13 de noviembre de 2014

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C789     1Cx02 163    13 de noviembre de 2014

Veinte años no es nada

© Jorge Claudio Morhain

El café estaba frío. Lamentablemente frío.
Ella estaba sentada en el extremo de la silla, casi cayéndose. Él, enfrente, parecía estar envuelto en una nube de humo espeso, aunque nadie fumaba.
– Veinte años. Hace veinte años, Maira.
– Veinte años, Carlos.
José acababa de resumir en una perorata monótona y sin pausas veinte años de ausencia, veinte años de esperanza, veinte años de pérdida.
– Pero los dos hicimos nuestras vidas.
– De hecho, las teníamos bastante avanzadas.
– Y seguimos. Sólo que sin vos. Sólo que sin mí.
Ella pensó que qué bueno sería estirar la mano y acariciar la del hombre.
Él hubiese querido besar aquellos labios sin pintar, o acaso pintados sin color.
El dijo:
– ¿Cómo es tu casa ahora?
Ella sonrió. Se puso de pie. Él la siguió. Iban hacia la calle. Y las calles son portales hacia cualquier parte.
Frente al bar, ella dijo:
– Veinte años, Carlos.
– Chau.
Alguien, acaso él, acaso ella, acaso una radio, acaso nadie, cantaba muy quedamente una canción que dice “Veinte años no es nada: volver la mirada.”