jueves, 25 de septiembre de 2014

P 1CxD02 143

P   1CxD02 143   25 de septiembre de 2014
Yo no escribo poesía
© Jorge Claudio Morhain


Yo no escribo poesía:
No me sale.
No insistas, no vuelvas a pedirme que llore ni que ría,
no me  cabe.
Yo no escribo poesía, me dedico al cuento,
a la crónica y, con gran esfuerzo, a la novela.
A veces hice teatro.
Adapté El Eternauta (con eso estoy hecho,
me parece: trescientas cincuenta páginas
de historieta,
en hora y media de escenario)
Escribí epígrafes de figuritas
para Karadagian.
Y chistes para niños que contaba
Sandra Villarruel.
Hice un largometraje que salió como el culo:
nunca cobré, no figuro: mejor así, se los juro.
Escribí ensayos y palabras cruzadas,
rebuses y problemas de lógica.
Hice radio, televisión apenas,
glosas, discursos y pornografía.
Pero la poesía, amiga,
amiga del alma,
amiga imposible,
amiga quizás imaginaria,
no se me da, no hay caso.
No insistas.
No insistas más, y quítate la ropa,

carajo.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

C769 1CxD02 142

C769 1CxD02 142  (24 de septiembre de 2014)

Apenas una historieta

© Jorge Claudio Morhain

–¿Historias? ¡Vos no escribís historias! ¡Vos hacés… historietas!
– Sí, historieta. ¿Y qué? ¿Vos creés que el nombre despectivo es porque las historietas son literatura mediocre?
–¿Quién habló de literatura? Hablamos de historieta, ¿no?
– Literatura verboicónica.
– Pavadas. Sólo hace falta un buen dibujante que haga unos muñequitos.
– Equivocada. Primero hace falta un escritor que invente una historia, y la escriba en forma de guión.
– ¿Por ejemplo…?
– Por ejemplo: Cuadro 1- (Naty y Ricardo discuten, sentados en el parque. Otoño, hojas coloreadas, brisa) –eso fue la descripción para el dibujante–
(Naty) No sos capaz de escribir una historieta de amor.
(Ricky) A que sí.
– ¡Qué boludo!
–¿Sigo? Vamos a poner todo lo que sigue en forma de guión, a ver:

Cuadro 2
(Naty cruza los brazos, enfurruñada)
(Ricky) Había una vez una chica que no creía en nada.
Cuadro 3
(Primer plano de Ricky)
(Ricky) En nada de lo que hiciese su novio.
(Naty OFF –“off” significa que ‘habla’ de ‘fuera del cuadro’. Está su globo de voz pero no se la dibuja–) Tonto.
Cuadro 4
(Plano general del parque, hojas que caen, romanticismo)
(Ricky) Pero Ricky es guionista de historieta, que es como se llama en Latinoamérica a la Literatura Verboicónica (porque mezcla palabra e imagen), y que en otros sitios tiene nombres iguales de ridículos: comic, tebeo, manga… Naty no cree en las historietas, porque nunca las ha leído.
Cuadro 5
(Ricky acerca suavemente a Naty hacia sí, plano mediano)
(Ricky) Y no cree que un beso de historieta sea una declaración de amor en la vida real, para toda la vida…
Cuadro 6
(Ricky besa a Naty)
Sin texto
Cuadro 7
(Naty apoya la cabeza en el hombro de Ricardo, muy enamorada)
(Naty) Mh…
Cuadro 8
(General, la pareja abrazada, de espaldas, cielo otoñal, poético)
(Naty) Tonto…


– Pero falta una parte, amor.
– ¿Cuál?
– Falta el aporte del que lee.
– ¿Qué aporte? Esta historia es nuestra…
– Ese es nuestro aporte, que es nuestra. Pero cuando otra persona lea esta historieta se acordará de su propia historia de amor, la que tuvo o la que quiere tener, sentirá el aroma de su otoño y oirá el viento de su propia vida, y la historia no será la misma. Nunca. Cada historieta será distinta, para cada lector de historieta.

– Tonto…




martes, 23 de septiembre de 2014

C768 1CxD02 141

C768 1CxD02 141  (23 de septiembre de 2014)
Mejicaneadas
© Jorge Claudio Morhain

– Va a ser fácil –, dijo el Zabeca, mientras fruncía el rostro como con asco. Está todo calculado.
– ¿Lo calculaste vos, Zabeca? Porque si es así estamos perdidos… –Toño era el que más dudaba. Pulcro, impecable, la camisa tan blanca que encandilaba, la corbata fina al tono con el traje planchado. Era el bancario.
– Lo calculó el Jefe, Toño. Y si lo hubiera calculado yo salería mejor, te aseguro.
– “Saldría”, no “salería”. –Ruiz casi ni hablaba. Fumaba un pucho tras otro, mirando el suelo.
–Lo que no quiero es quedar pegado –, dijo el bancario.
Arrancaron el auto y circularon despacio, por el lado de la vereda, como si fuera un taxi tratando de levantar gente.
–Lo que me revienta es trabajar para un “jefe” al que nadie conoce y que se queda con toda la plata.
–Y que nos financia el auto, los fierros, el aguantadero, y nos arma el plan. –: Ruiz.
Siguieron en silencio.
Cinco cuadras antes del banco, Toño se bajó y tomó un taxi, para llegar al trabajo, a dos cuadras, con total disimulo,  y para dejarlo filmado en las cámaras.
El asalto salió joya. Ruiz y el Zabeca conocían a la perfección las zonas muertas de las cámaras interiores, y desde allí manejaron la situación. Tomaron una rehén, ordenaron la entrega de un empleado voluntario para el asalto. Nadie quería, pero ante el grito de dolor de la rehén cuando le torcieron un dedo, un ejecutivo de impecable traje y corbata y camisa tan blanca que encandilaba dio un paso al frente. Le ordenaron retirar un gran paquete  con los dólares del Tesoro, y llevarlos a la puerta de empleados, para lo que había que recorrer un largo pasillo que podía vigilarse desde la posición del Zabeca. Pero que no tenía cámaras. Cuando volvió Toño, sudando, lloroso, desencajado, el Zabeca se corrió un poquito la máscara de pasamontaña para hablar por un Handy.  Recibió una confirmación, parece, y entonces arrojó una bomba de humo, que provocó confusión, timbres de alarma, gritos.
Entró la policía en apoyo de los guardias interiores, encerraron en el banco a todos, clientes y empleados, buscando que los asaltantes  no salieron del edificio. Las máscaras tiradas en un rincón, así como los impermeables plásticos de los ladrones, no sirvieron de nada: se habían despojado de ellos en medio del humo. Detuvieron al Zabeca, y a otro pibe, porque habían tenido entradas, pero tuvieron que largarlos a las horas: no había pruebas de nada.
Tampoco encontraron el supuesto vehículo que se llevó las sacas por la puerta de empleados, donde no había cámaras. Los ladrones y el botín se hicieron humo.
A la semana volvieron a reunirse. El último en llegar fue Toño. Estaba casi tan desencajado como durante el asalto. Tenía barba de días. Y ahora fumaba.
– La guita no está. –Así nomás, de entrada y sin filtro.
– ¿Cómo que no está? A ver, aclará un poco – Ruiz tiró el faso, y levantó la cabeza.
– Dejé la guita en las cajas de las resmas que había en el pasillo, como quedamos. Como dijo el jefe, nadie iba a tocar esas cajas durante al menos un mes, porque estaban destinados a otra sucursal. Hoy me las llevé, en teoría a la sucursal. Paré por el camino, saqué las resmas de la caja marcada, las que usé para tapar la guita. Y nada. No estaba. Los dólares no estaban.
La mano de Ruiz se movió tan rápido que pareció que estaba en el cuello de Toño desde antes.
–¡Nos mejicaneaste, hijo de puta! –, dijo mordiendo las palabras.
– Claro, boludo. Y vine a contárselo para que me caguen a tiros…
Estuvieron así, inmóviles, como si fuese un problema de streaming. Hasta que habló el Zabeca.
– Tiene razón, Ruiz. Alguien sacó la guita.
– Alguien que sabía que estaba ahí. La caja es igual a las otras diez, salvo por la marca imperceptible que le hice. El paquete estaba debajo de la última resma, Yo saqué una para que encajara perfectamente. Y cuando revisé faltaba una resma, pero el paquete también.
Se sentaron. No, se derrumbaron en lo que hubiera en el refugio, sillas, sillones, piso. El Zabeca lo expresó por los tres:
–El jefe.
El jefe había hablado con los tres. Sólo por teléfono, con la voz distorsionada. El jefe los conocía, pero ninguno conocía al jefe.
El jefe los había mejicaneado.
–¡El jefe y la reputísima madre que lo reparió! –Toño expresó con claridad meridiana el sentimiento mutuo.


Quién diría, ¿no?, que tan pequeña y sórdida historia tuviera que ver con el asesinato, cinco años después, y en la Costa Azul, de aquel hombre generoso en propinas, amante del sol y de las muchachas, siempre tan atildado, siempre con corbatas al tono de sus trajes caros, siempre con camisas tan blancas que encandilaban.
El  taxista, flaco  sumido, con tos recurrente, aunque ya no fumaba, cerró el diario. Ahora, al fin, podría usar su parte. Aunque había sido generoso con Toño, nunca quiso arriesgarse mientras vivía. El Zabeca, claro, nunca se había entrado quién era el verdadero jefe, ni que el único mejicaneado había sido él.


lunes, 22 de septiembre de 2014

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C767 1CxD02 140  (22 de septiembre de 2014)
Pequeña Eva -  Pequeño Adán
© Jorge Claudio Morhain

Entonces, hubo un silencio. No fue un silencio total, obviamente: había pequeñas explosiones lejanas, rumor de viento leve, algunas caídas, temblores sordos en la gama de los bajos. Pero a comparación del arsenal apocalíptico del final, era silencio.
El humo acre les había llenado los pulmones, pero había una brisa era fresca, y los estaba limpiando. Desde su posición, se veían los focos de destrucción, las llamas lejanas en unos sitios, el negro carbonizado en otros, el paso del infierno final. Por alguna causa, el hombre recordó que la tierra quemada es fértil,  y que hace muchísimo tiempo el hombre quemaba arbustos y rastrojos antes de la siembra. Eso le daba una cierta esperanza. Podría sembrarse, podría haber comida. Podría haber vida.
Apretó a la maravillosa muchacha que lo había acompañado en la odisea final, ahora su esposa. Sintió la tersura de su piel, la humead de sus lágrimas, el olor a humo cuando sacudía sus cabellos.
De alguna forma, de sus labios brotaron las palabras finales: “El mundo es nuestro, mi pequeña Eva”. Y ella contestó “por toda la eterniad, mi pequeño Adán”. Se besaron.
Del fondo de ese valle arrasado, del fondo de ese planeta devastado en el holocausto final, surgieron unas letras de piedra quemada, y crecieron hasta ocupar el tamaño de todo el valle. Formaban la palabra  “THE END”.
Lentamente, otras luces fueron reemplazando al rojizo crepúsculo del fin de los días, y una brisa deliciosa, con un leve olor a menta, fue borrando el humo y la desgracia. El paisaje fue cambiando: ya no era una colina, sino un auditorio amplio con butacas-camas. Unos muchachos y chicas de blanco recorrían con suma dulzura los pasillos, comprobando el estado de los espectadores. Había una larga pausa, donde algunos dormitaban, otros pensaban, otros lloraban. Los espectadores debían elaborar la experiencia vivida. Pronto sirvieron refrigerios, y la gente empezó  moverse hacia la sala de viandas, donde se reencontraban, porque muchos de sus rostros eran de  partícipes de la acción, en el apocalipsis final. Algunos se congratulaban de que estuvieran vivos (en la ficción habían muerto casi todos) Había varios crisis nerviosas, pero para eso estaba el personal médico (los jóvenes amables vestidos de blanco), y hasta una arritmia extrema, que requirió oxígeno y una discreta retirada hacia la ambulancia. Hubo mucho llanto, escenas de amor, ternura: ese era el balance positivo  que interesaba a los dueños del espectáculo.
El espectáculo: IMMERS: PEQUEÑA EVA – PEQUEÑO ADÁN. Una de las primeras funciones del Sistema de Proyección de Máxima Inmersión (Inmersive Maximun Multimedia Experience Reinforced System).
Por suerte, no había sido el Apocalipsis. Pero los espectadores recordarían toda su vida que ellos lo habían vivido.
Y no podrían olvidarlo. Como dice el anuncio:
“¡Usted no olvidará en toda su vida una experiencia IMMERS!”


domingo, 21 de septiembre de 2014

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C766 1CxD02-139  (21 de septiembre de 2014)

La Flota de Hornos de barro

© Jorge Claudio Morhain


Hablando de primavera, fue en primavera cuando Calícula le ganó la guerra (guerra, bah) a la vecina Entreción. Las fiestas duraron casi hasta el 21 de septiembre del año siguiente, justo cuando se declaró la guerra entre Ozmán y Calícula, pero allí el truco no dio resultado. A ver por qué.
Las guerras estaban empezando a caerle aburridas a la gente, y había que inventar alguna cosa que le pusiese un poco de sal. O de pimienta.
Las batallas se daban siempre por el mar; eventualmente podían desembarcar y seguirla de a pie, pero los reinos estaban separados por agua, y las estrategias jugaban generalmente allí, en el agua.
Los barquitos no eran gran cosa: algunos pesqueros refregados para que tuvieran menos olor, una que otra chata de fondo plano, unos remolcadores, algún “acorazado” (que no era más que una barcaza a la que le habían adherido planchas de madera pintadas de gris y tubos vacíos que semejaban cañones) que milagrosamente intimidaba al enemigo.
– Es una cuestión psicológica –, dijo el Estratega contratado en esta ocasión a Disneylandia. –No importa que el acorazado no sirva para la guerra. Basta que el enemigo crea que es poderoso e invencible.
– Pero al acorazado ya lo tienen visto, y no han descubierto el camuflaje porque nunca entró en combate –alegó el Comandante General.
– Y por otro lado no nos quedan más recursos –el Financista en Jefe.  Todavía no hay tanta hambre como en Entreción, pero hacia eso vamos. Aconsejo firmar la paz.
– ¡Eso nunca! –, gritó el Comandante General.
– ¡Eso nunca! –, gritó el Gran Estratega. Es que si había paz no le iban a pagar sus honorarios.
Y así, pues, es como nació la Flota de Hornos de Barro. La más poderosa y misteriosa flota que se recuerde en las Eternas Guerras Entremares.
No se sabe si los espías de Entreción tuvieron vistas de la construcción, o de los planes. En Calícula apostaron a que no. Y, cuando entre fuegos artificiales y globos aerostáticos de papel y loas y cantos hacia el Supremo Dictator los caliculenses inauguraron la Flota, hubo fotos, dibujos, transmisiones, y todos pudieron ver.
Vieron unos cincuenta barquitos, chatos, casi como un bote grande. En la parte central, tirando un poco hacia adelante, un gran horno de barro (o de otro material, pero parecido al barro) Hornos como se usan en todo el mundo, en la campaña, para hacer empanadas, pizzas, asados, tartas. Más grandes, quizás, pero no demasiado. Detrás de los hornos, una gran provisión de leña. Y hacia la popa, el comando de la barca, con un fuera de borda. Majestuosamente, la Flota de Hornos de Barro comenzó a evolucionar, casi hasta la frontera imaginaria entre Calícula y Entreción.
Donde había (en Entreción, claro) un tremendo alboroto.
Había opiniones para todos los gustos. La primera, la más obvia, la lógica (o no) era que se trataba de hornos de barro para cocinar.
Sólo que, cocinar qué. ¿Qué se cocina en medio de una batalla? No se hace una flota de cocinas. No, debía de tratarse de otra cosa. Ingeniosa. Letal, sin duda. Indescifrable… “pero no para nosotros”, decían los Estrategas entrecianos. Claro, lo decían para darse ánimo.
Las siguientes teorías eran:
Cañones camuflados
Lanzallamas de boca ancha
Difumadores de gases tóxicos y quizás letales
Proyectores de rayos laser de alta energía.
Máquinas del tiempo (para enviar a los entrecianos a la prehistoria)
Portales espaciales (ídem, pero al espacio exterior)
Bocas de gigantes sumergidos que escupían vómito mortal
Bocas de gigantes sumergidos que iban a gritar unos terribles sonidos que dejarían sordos a los entrecianos.

Cando estaban a punto de sortear una de entre todas las opciones, porque por deducción no llegaban a nada, llegó la terrible noticia: la Flota de Hornos de Barro avanzaba sobre las costas.
¡Y los estrategas de Entreción, todos dedicados a desentrañar el misterio de aquella arma mortal, se encontraron sin estrategia propia, sin trucos ni defensas originales! Sin ganas.
Así que ordenaron a los hambreados ejércitos que se formasen en las costas y no dejaran pasar a nadie.
Hubo protestas, rebeliones y volanteo, reprimidos con varias decapitaciones, de modo que todos se disciplinaron y, aunque sin paga y sin comida, se dispusieron a defender la costa.

Ah, allí estaba la poderosa flota. Detenida a pocos metros de la playa entreciana. Y había movimiento en cubierta, en los cincuenta barquitos anclados. Estaban haciendo fuego. Estaban calentando los hornos.
Los defensores se encerraron en un silencio atroz, un silencio de cálculo de la mejor ruta para salir corriendo.
Y fue entonces. Y era primavera. Y una suave brisa venía del agua. Y traía el olor.
Allí, en los hornos de barro, se cocinaban asados, pizzas, empanadas, tartas, pollos, corderos.
Los soldados de Entreción resistieron todo lo que pudieron, hay que reconocerlo. Pero después se lanzaron al aguas, hacia las barcas de la flota.
¿Con la intención de pelear?
Ah, no, fueron a comer.
Y aquella tarde temprana de primavera se armó la comilona más grande de todos los tiempos.
Se hizo la paz, y se dio por ganada la guerra a Calícula.
Así fue la historia de la Flota de Hornos de Barro.
Y me dio hambre.



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C765 1CxD02-138  (20 de septiembre de 2014)

Cotidiano

© Jorge Claudio Morhain


Rosalía cocinó. Un plato especial, con una recete tomada de una revista de moda de años atrás. Un plato exquisito.
Pero cuando volvió a la cocina, María, su madre, había apartado la cazuela, y estaba salando carne de asado.
– Mamá, la comida está lista. Hay que poner la mesa y comemos.
– ¿Vos me estás cargando, no cierto? Te dije que esa comida no era para hoy, que iba a hacer asado.
– ¿Vos lo vas a hacer…?
– ¡Seguro! ¿Qué soy yo, una inútil?
María encendió el fuego, en la parrilla, y esperó que se hicieran brasas. Luego las apartó y puso la carne encima, la pulpa hacia abajo. Y se fue a lavar los platos, leer el diario, doblar la ropa.
Rosalía puso la mesa, de todos modos, mientras terminaba de corregir algunas pruebas.
– ¿Me podés ayudar, querés? – María apareció en la puerta del estudio con el pincho del asador en la mano.
– Sí, mamá.
– ¿Tengo que hacer todo yo, en esta casa? No sé qué hice con el fuego. Andá, atendelo vos. Yo pongo la mesa.
“La mesa ya está puesta, mamá”. No, mejor no decirlo.
Hay que ir a la parrilla, separar más las brasas, dar vuelta la carne que está totalmente cruda, poner el hueso hacia abajo.
Cuando entró con el asado, contenta, María estaba llorando.
– ¿Qué pasa, mamá?
– Como si no supieras lo que pasa. ¡Turra! ¿Vamos a comer el asado sin ensalada? ¡Me lo hacés de propósito, para humillarme.
– Pero, mamá…
– ¡¡Para humillarme!! ¡¡Y cállate!!
– El asado está listo. Enseguida preparo…
– ¡¡CALLATEEE!!
– Calmate, mamá. No es para tanto. – Benicio sale de la computadora, acaso con hambre.
– ¡Cómo no va a ser para tanto! ¡Entre ustedes dos quieren matarme! ¡Eso! ¡Quieren quedarse con la casa…!


Por suerte, Rosalía pasa todo el día en la escuela.
Su madre no tiene Alzheimer: lo suyo es algo más leve. No se equivoca con los nombres ni mezcla los recuerdos. Simplemente, todo la irrita. Por todo protesta. Con todos se enoja.

Pero en la escuela, en la calle, en los negocios donde hace las compras, Rosalía no cuenta lo que pasa en su casa. Nada. Sólo que su mirada se va apagando cada vez más. Sólo que cuando el profesor de psicología le hace la corte (“pero si soy una vieja”, dice ella; él ríe) lo desalienta. A veces la vence la insistencia, el roce, la ternura. Pero el sólo pensar que pueda acercarse a su casa la paraliza.

Ahora llueve. Mucho. Y hay inundación, en las calles. Le aconsejan que no salga, que la corriente es muy fuerte.
Pero Rosalía sale.


viernes, 19 de septiembre de 2014

C763 1CxD02 137



C763 1CxD02 137   19 de septiembre de 2014

Terror en el Barco Fantasma

© Jorge Claudio Morhain

Era una máscara muy, muy fea.
Tina se preguntaba cómo la habrían hecho, con qué material, tan natural que parecía. Tenía la boca torcida y babosa, la nariz ganchuda, roja y con pelos, los ojos sanguinolentos y furiosos. Estaba acompañada de un cuerpo magro, con unos trapos sucios a modo de ropa, brazos llenos de venas y huesos, morados, acaso de mugre, y largos dedos como garras. Juanito se asustó todo, apenas apareció. Todo: Tina vio claramente cómo se le paraban los pelos.  Tina creyó que iba a saltar del carrito, pero el carrito fingía navegar por una canalito con agua, así que ni eso. Por cierto, lo intentó, y ella lo retuvo por la ropa.
– ¡Juanito! ¡Es un muñeco, tonto!
– Ho-o-ola, ne-e-ena… – dijo la Bruja (por lo menos, parecía una Bruja)
– ¡Habla. Tina! ¡Es real!
Bueno, sí, hablaba. La voz vacilante que parecía de alguien muy viejo y sin fuerzas seguro que era un defecto del artefacto que reproducía el sondo.
– Deci-i-ile a Juanito que que que no me te-e-e-nga mi-e-edo… -habló de nuevo.
El Barco Fantasma (era un carrito en forma de bote, pero ese Tren Fantasma se llamaba “El Barco” por lo del agua) se había detenido en ese lugar, y se oía ruido como que la cadena que arrastraba el bote zafara y zafara, sin poder enganchar para seguir viaje.
La aparición estiró la mano puro hueso y despellejo, y uñas roñosas, y Tina le agarró el meñique y se lo retorció.
– Mirá, Juani, le retuerzo el dedo y no siente nada. Es de plástico.
– Y-ya n-n-no sie-e-ento nada, Tina. Hace mu-u-ucho que estoy… muerta…
– Ah, qué bien –, dijo Tina. No sabía por qué pero el muñeco empezaba a ponerla nerviosa, también a ella. ––Yo estoy viva, doña.
– No le hables –, Juanito estaba acurrucado en el fondo el bote, dándole la espalda.
– Es un muñeco. Esperá, no te asustes.
Tina se puso las manos como bocina y gritó:
– ¡¡SE PARÓ EL BOTE!! ¡¡ARRÉGLENLO!!
El bote hizo dos o tres intentos para seguir, la cadena pareció cortarse, debajo del agua. Y se apagó  la luz.
Juanito empezó a gritar, gritar, gritar, onda sirena de bomberos.
– ¡¡Callate, por favor!! –, gritó Tina.
Entonces…
Entonces, unos dedos fríos atraparon su mano, y Tina sintió como ahora a ella se le paraban los pelo y de repente se encontró acompañando la sirena gritona de Juanito.
En la oscuridad, sintió que abrían la puertita del bote, por donde habían subido, y la bruja tironeó de su mano, y se ve que también atrapó a Juanito porque de repente el chico dejó de gritar, y Tina se asustó mucho más, y se dejó llevar por la mano de la bruja, que los estaba sacando del bote hacia una explanadita elevada, seca.
– ¡Juanitoooo! ¡¿Qué te pasa, Juanito?! –, gritaba, mientras tanteaba para encontrar a su hermano. Cuando lo halló, también sintió otra mano puro hueso, helada, que lo sostenía junto a un cuerpo flaquísimo y harapiento.
– S-solamen-n-n-n-se te desmayó-ó, Ti-i-ina… –dijo el muñeco, o la Bruja, o la muerta, o lo que fuera.
Y ya Tina no estaba allí. El mundo había desaparecido para ella, y sólo era una autómata que caminaba, llevada por la vieja monstruosa, por una oscuridad llena de telarañas y cosas que se movían a medias, y…
Y se abrió otra puerta, y era de día, y estaban en la parte de  atrás del Barco Fantasma, y el aire era fresco y Juanito estaba sentado en el suelo a su lado restregándose los ojos, despertando. La puerta se cerró con un golpe. No pudo ver al muñeco a la luz del día.
Y ahí venía mamá.
– ¿Les gustó? –dijo, la tonta. perdón, la mamá que como no sabía nada hacía preguntas tontas.
Entonces Juanito volvió a llorar onda sirena de bombero. Y Tina se abrazó a la madre muy, muy fuete, temblando.
Porque… Porque se dio cuenta que el espectro… sabía sus nombres.

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C762  1CxD02-136   (18 de septiembre de 2014)

Profundo aroma a magnolia

© Jorge Claudio Morhain

Los de la Banda del Normal San Martín nos reuníamos los fines de semana, o cuando había un tiempo libre, cualquiera fuera. Generalmente era bajo la enorme magnolia de la Plaza Colonia, alrededor del cerco que rodeaba el árbol. El cerco era de ladrillo, de la altura de un muro bajo, lindo para sentarse. Como la magnolia tenía unas tremendas raíces sobre la tierra, el cerco parecía una víbora que se mordiese la cola. Y tenía vueltas y recovecos especiales para charlar cara a cara o para sentarse a su cobijo, en el suelo. Y no les digo nada cuando florecía. Ese olor penetrante se me quedó agarrado a los recuerdos de esa adolescencia. Y de Victoria. Y del Viajero del Otrolugar.
Quedó como “Otrolugar” porque Caulo (así más o menos es a lo que sonaba su nombre) nunca terminó de explicar qué clase de sitio era: si en el espacio exterior, si en otra dimensión, si en otro tiempo. En fin, que era un Viajero.
Era mi mejor momento con Victoria: habíamos hecho planes de casamiento, habíamos hablado a nuestros padres, éramos “novios oficiales”. Claro, habría que esperar hasta terminar los estudios. Pero eso nos habilitaba para andar juntos y para ciertas licencias cuando nadie veía. Como aquella tardecita, cuando sin proponérnoslo habíamos estado como ensayando  para un concurso de besos de resistencia. Hubiera sido interesante: un concurso de ver cuánto tiempo aguantábamos con los labios pegados, respirando juntos, uniendo nuestras salivas, y nuestras almas (queríamos creer) Era temporada de patín, y nosotros, que no teníamos, nos dedicábamos al amor. Sé que nos tapaba la magnolia, y que el resto de la banda estaba enfrascado en las piruetas sobre las rueditas, y mucho más no me acuerdo.
Lo que sí puedo asegurar que Caulo de repente estaba sentado junto a nosotros, Victoria y yo,  mirándonos fijamente.
Victoria se asustó, quería incorporarse pero la contuve. “¿Qué mirás?”, le dije al intruso.
Se me quedó viendo, haciendo ruiditos. Unos ruiditos como de estática, bajitos, como si estuviera sintonizando algo. Al final habló: “Miro”, dijo.
“Nos estamos besando, boncha. ¿Nunca viste gente besándose?” Victoria se ponía más linda cuando estaba enfadada.
“Fasci…nante”, dijo Caulo.
“¿Fascinante? ¿No querés que te bailemos algo, también? ¿No querés que me saque un pecho, degenerado?” Vicky empezó a levantar presión.
“No”, respondió el extraño, con voz como metálica.
“A ver, ¿de dónde saliste? No te oímos llegar…”
“No.”
“¡Che, es un muñeco! Solamente dice ‘no’!”; Victoria se empezó a asustar.
“¿Pero por qué te paraste a vernos besar? Eso no se hace.”
“No.”
Entonces lo toqué. Lo recuerdo como si fuera hoy. Frío. Parecía de plástico, como esos muñequitos articulados. Pero no una superficie rígida: aquello parecía piel.
“Vámonos, Carlos”. Vicky se cruzó de brazos, rodeando sus magníficos pechos y estiró esa trompita de tal forma que tuve el impulso de volver a besarla. Pero estaba el chico (porque parecía un chico de nuestra edad, solo que…)
“¿Qué te pasa?”, le pregunté. “Sos extranjero, o qué.”
“Extranjero. Sí. No. Vengo de otro lado.”
“¿De qué otro lado?”, pregunté.
“Quiero saber cuándo…”
“¡¡Vámonos, Carlitos!! ¡¡Dejalo a ese… pánfilo!!”
Pero a mí me había interesado. Profundamente. Quería saber más, más. Me dijo que se llamaba Caulo o algo así, que el Otrolugar no estaba lejos, pero que era distinto, aunque igual. Entonces yo pensé “este se escapó de un manicomio, me juego la cabeza”. Yo seguía y seguía preguntando, y Caulo caminaba por la plaza, y yo a su lado, y Victoria sacudiéndome: “¡Che!”. Y yo no haciéndole caso.
Hasta que, cerca de la fuente, Vicky se interpuso entre ambos. Estaba colorada, despeinada, y respiraba muy fuerte.
“Vicky, ¿qué te pasa?”, me alarmé.
“¡Pasa que yo creí que me querías, que solamente tenías ojos para mí. Que era cierto que íbamos a casarnos y ser felices. Pero ante el primer estúpido… idiota, tarado, imbécil… que se te aparece de repente te olvidás que estoy a tu lado y… y…”
La tomé del brazo. Temblaba ligeramente, y parecía tener fiebre. Entonces me dijo algo por lo bajo que no esperaba en una mujer, o por lo menos no en la criatura angelical que creía que era Victoria, y que todavía me duele. Me lo dijo por lo bajo y como tirándomelo, como mordiendo las palabras:
“¡¡Estoy caliente, boludo!! ¡¡Quiero…!! ¡¡Estoy caliente!! ¿No podés entender eso?”
Me quedé con la boca abierta. Nuca había oído a una chica decir esas palabrotas. Nunca creí que Vicky… Ella lloraba. Caulo se retorcía las manos.
“No, no, ella te quiere. Seguila, no la dejes ir…”, decía, pero no había emoción ni en sus palabras ni en su cuerpo. Sólo se retorcía las manos. Y eso me intrigó. Me volví a mirarlo, para preguntarle por qué repentinamente se interesaba en mi relación con Victoria. Y ella se enojó del todo.
“¡¡PUTO!!”: gritó otra tremenda palabrota y se fue. Tuve ganas de seguirla. Pero más ganas tenía de averiguar todo sobre Caulo. Que decía, con su voz monótona “no, no, no”…
“Contame. Contame más, de ese Otrolugar, de tu vida, de tu gente…”
“Fui yo”, repetía: “fui yo…”
Me pasé la tarde con Caulo. Pero no pude sacarle mucho. Repetía las cosas. Hablaba triste, aunque su cara era inexpresiva. Cada vez más fuerte, la idea del manicomio iba tomando forma en mí. Caminamos, y lo fui llevando hacia al hospital psiquiátrico, de donde yo creí que se había fugado.  Pero no quiso entrar. Hacía que “no” con la cabeza, en la vereda. Entré yo. Conseguí que alguien me hiciera caso. Y no, no se había fugado ningún paciente. Pedí un médico, para que se acercara a la vereda para examinar a Caulo. Pero lo más que conseguí fue un enfermero forzudo con guardapolvo y gorrito. Salimos a la calle.
Caulo no estaba. Le pregunté a la señora que vendía golosinas, en el kiosquito a la entrada del hospital. Ella no había visto nada. A mí sí, me había visto, pero no que viniese con alguien, dijo. Yo había llegado solo, insistía. El enfermero me miró con cara rara. Capaz, la misma cara con que yo había mirado al viajero de Otrolugar.
Victoria nunca más me dio bolilla. Y se casó con otro, como para que yo dejara de insistir. Creo que fue por entonces que derrocaron a Perón, y yo, tal vez para olvidarla a ella y a muchas otras cosas, entré a la Facultad de Medicina. Para estudiar para psiquiatra.


El leve olor a ozono mezclado con aromatizador automático volvió a mis sentidos. La primera impresión fue que había estado durmiendo y había tenido un sueño. Entonces entraron en foco los científicos, y pusieron en la gran pantalla de OLED aquellas imágenes. Allí estaba mi representante (mi avatar) dijeron, poco más que un muñeco, interviniendo en el pasado. Y allí estaba yo, en ese pasado, un pendejo. Y Victoria, el amor de mi vida, la chica que nunca pude olvidar. Y a la que, hasta que terminó este experimento, creí que había perdido por una pavada, por una casualidad, por accidente casi. Por aquel extraño “Caulo” que le había mostrado que amaba más a otras cosas que ella. Por unas alucinaciones. Por unos caprichos.
Hasta que, a través de mi avatar, regresé al pasado, para averiguar qué había provocado aquella ruptura. Y lo supe.
Había sido yo. Había interferido en mi propio pasado, había cambiado mi vida, sólo por saber qué había cambiado mi vida. “La paradoja de los viajes en el tiempo”, dijeron los especialistas. Y una mierda. Aquel era mi vida, no éste. No este Otrolugar, mi mundo de hoy, donde soy un nonagenario experimentando con la ciencia, con la torpeza de un mono aprendiendo ajedrez.



martes, 16 de septiembre de 2014

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C761  1CxD02-135       (16 de septiembre de 2014)

El negado

© Jorge Claudio Morhain

A negado, vea, el Rosijuan Martínez. Ya nomás vaya y preguntelé por qué se llama Rosijuan. “Porque mi hermano se llama José María y mi hermana María José. Mi máma se cansó de los joseses y las marías y quiso probar suerte con las rosas y los juanes, asigún machito o chancletita, y porque vine tan mal parido, con perdón, que decidió no tener más críos y ponerme los dos nombres juntos,  por eso… ¿y qué?” Nada, nada, don Rosi. Curiosidá nomás. “Y me llamo Rosijuan. Rosijuan Martínez, vea.” ¡Rosijuan Martínez! Hombre negado, vea…
Le negó a la Estercita, su prienda, la paternidad de sus tres hijos. Y miren que eran unidos, culo y calzoncillo, le diría. Y no es que sospechara que no eran de él, con lo cual hubiera tenido alguna razón (que en realidad la tenía, porque la Estercita era rápida como vejiga de cuzco, si lo sabré yo) Pero mejor dejemosló áhi, que no estamos hablando de eso.
Negado. No aceptaba copas, y después se quejaba que no lo convidaban. Capaz de meterse en el atajo de los espinillos con tal de no seguir el camino con el resto de la tropa. Capaz de hacer volver  a un forastero si paraba el auto y le preguntaba “disculpe, don, ¿este es el Paraje Naranjajai?” “No”, decía de puro negado, y el pobre turista daba vuelta el auto, puteando, a ver dónde se había enredado con el GPS.
Para los que no eran de Paraje Naranjajai, encontrarse con el Rosijuan era una experiencia religiosa: ponía a prueba la santa paciencia y la capacidad de perdonar. Y había quien se zafaba y pecaba, nomas, y por áhi venía pendencia, lo que estaba bien, porque animaba un poco la igualación tremenda de los días y las semanas y los meses. Bah, le voy a decir, mejor, que en Naranjajai nunca pasaba nada. Por eso cuidábamos al Rosijuan y lo mandábamos al frente cuando caían gente extraña. Bueno, a veces había lastimados y algún difunto, pero nuestro camposanto era grande y no hacía preguntas. Con algo hay que divertirse.
Para las cosas de todos los días, los naranjajaienses le habían encontrado la vuelta: “Si tiene chanchos para vender, guárdeselos usted, don Rosijuan”. “No, no me los voy a guardar, los estoy vendiendo, y baratos, ve.” Y así se hacía la transacción. “Convido un trago a todos, menos a don Rosijuan, que no le gusta.” “Hoy me gusta, ve”. Y así. “Vamos a ayudar con la losa del vecino Pérez, don Rosijuan. A usted no lo invitamos”; y Rosijuan se iba como quien no quiere la cosa y, si nadie se lo pedía, daba una mano. Pero guai que alguien le dijera “¿Me alcanza el balde, don Rosijuan?” Ah, Dios, áhi se empacaba y no había Cristo que lo abuenase. Hombre negado, vea…

Hablando de otra cosa, se después vino un día la “Alazán Rosillo S.A.”, la empresa sojera que, más chiquito, mentaba en sus papeles “filial de Burpson Food Limited Corporation”. Y la verdad que el mismo don Rusél, que dijo ser el encargado de negocios para la zona, no hablaba muy bien la castilla, y más vale parecía aquel “inglés de los güesos” mentado en alguna película. Vino un día, en un tanque de guerra con forma de camioneta 4x4, y habló con el Comisario (Encargado del Destacamento nomás, pero todos lo llamaban “Comisario”), y pidió una reunión con los propietarios de la zona. Y bueno, se hizo, y el hombre explicó el interés de la “Burpson”, perdón, de la “Alazán Rosillo”. “Para qué usted va sembrar maíz, poroto, mandioca, algodón, girasol, rompiendo lomo al sol, rezando para si llueve o deja de llover, rezando para que no caiga helada o que no caiga granizo o que no caiga langosta, ¿no?” “Y… pa vivir. Acá la vida es eso. Si no hay eso, pa qué…”, dijo Carlitos Mechay, el payador y leído de Naranjajai. Pero don Rusél ni lo escuchó, o por áhi no entendió, porque era medio cerradón de lengua, como dije. El ferretero, Félix, era más práctico: “Eh… ¿cuánto paga, míster?” Interpretó el sentimiento de muchos. Y cuando Rusél dijo cuánto, hubo un silencio que sólo se escucharon los teros y el corochiré, que, por otra parte, siempre está. “¿Hacemos negocio?”, se apuró el hombre de corbata, sacando un fajo de papeles. “Aguante, don Estehombre. No vamos a meter la cabeza en la trilladora sin antes ver que esté apagada, ¿no? Yo propongo hacer otra reunión pongamos en quince días, y demientras conversamos entre nosotros y nos ponemos de acuerdo… o nos agarramos a patadas, que es lo más probable…” Mechay sabía, precisamente, mechar las cosas serias y muy serias con una pavada, y entonces uno se reía y aflojaba. Pero, después de un corto contrapunto de “yo creo que sí”, y “yo creo que no” todos nos miramos y aprobamos la moción. A don Rusél no le gustó nada. Pegó un resoplido que ni toro en celo, guardó sus papeles y dijo: “Está bien. Pero no más de quince días. Hay que remover lo que hay, voltear árboles y plantar la soja.” Pa qué… “¡¿LA SOJA?!”, todos juntos. Y alguno agregó “¿voltiar árboles?” y otro “¿cómo remover lo que hay…?”. Don Rusél, ya con media pata en la camioneta, tiró un último precio por hectárea: el doble del anterior.  “Última oferta”, dijo y cerró con un golpe y el tremendo artefacto arrancó al toque, porque el chofer había estado acelerando en vacío.
Acortando la relación porque, como decía el compadre Fierro, pa chorizo es largo: las deliberaciones de la paisanada terminaron de convencer a algún indeciso. Y es más, de esa discursiada salió una asociación que capaz se llamase “Coperativa Agrícola Naranjajai”  (me han dicho que la coperativa va con dos “o”, pero a mí no me consta, qué quiere que le diga) Pero bueno, como sea. El tema era cómo decirle al representante de la “Burpson Food Limited Corporation, filial Alazán Rosillo S.A”. que no había trato. Ya lo calamos al hombre: iba a ofertar el oro y también el moro, y hasta el alazán; iba a sacar papeles y mandar abogados, y hasta quién sabe no se metía de prepo. Necesitábamos un hombre que se negara. Que se negara a todo.

¿Ve? Por eso les cuento la historia del Rosijuán Martínez. Hombre negado como no hay. El pueblo entero le dijo, sabiamente: “Vea, don Rosijuan, no tenemos un representante que le diga al Rusél que no hay trato. Y usted menos que nadie, claro”. Santo remedio: Rosijuán Martínez nos representó, solo y su alma. Y cómo. Nadie como él, para negarse a muerte. Colorado como chancho pelado, el dueño de la 4x4 se perdió entre el polvo, y nunca más se lo vimos. Al polvo, digo, ni eso. Pero cómo será de negado, Martínez, que siempre se negó a que la Cooperativa (está bien, pongo dos “o” si a usté le gusta) se llamara Cooperativa Agrícola Rosijuán. Hubo que decirle que se iba a llamar Estercita (porque ella es su apoyo y refuerzo), para que diga “pa eso ponganlé Rosijuan”, carajo. Y quedó.

Ahí está. Pa que no siga preguntando por qué Rosijuán y por qué no hay soja y esas pavadas, ¿ve?




domingo, 14 de septiembre de 2014

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C760  1CxD02-134  (14 de septiembre de 2014)

Rifuñeca número uno en sol sostenido de día

© Jorge Claudio Morhain

Íbamos con el auto a cuerda a todo gas cuando, chun, chunque, pinchamos una goma de mascar. Tilingo, el gato barcino, salió del baúl donde dormía y fabricaba pulgas, se metió debajo de la carrocería e hinchó el lomo, diciendo ¡¡FIIISSSS!!. Entonces con la llave alpargatas aflojamos a las que bailaban la Danza Turca, y cambiamos la rueda alpargatas (Rueda y Llave, alpargatas, che). Guardamos la goma de mascar pinchada encima del Tilingo que maulló aplastado en el baúl con rueditas que uso para los viajes largos, y arrancamos unos pelos del camino, a todo gas.

Cuando llegamos a la Caza, se habían terminado las municiones, así que tomamos el té o te tomamos el pelo, y carolín cuadrado, esta rifuñeca se ha acabado.

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C759  1CxD02-133  (13 de septiembre de 2014)

Metódico

© Jorge Claudio Morhain

Luis Vilella era un hombre meticuloso. Obsesivo de tan meticuloso. Si escribía con lápiz, afilaba la punta exactamente cada dos renglones, con un aparatito en forma de “i” con el punto, cuya parte recta tenía una lija fina. Meticulosamente, dibujaba las letras con caligrafía de Perito Mercantil de 10 de promedio, no se salía del renglón, no se equivocaba nunca en la puntuación, y jamás, pero jamás, cometía faltas de ortografía. Con estilográfica o bolígrafo solamente utilizaba sus Parker de oro que le entregaran a su retiro, "por servicios destacadísimos". A pesar de que escribía 250 palabras por minuto, al tacto, en una máquina de escribir (10 en Mecanografía), nunca tocaba la Remington verde que reposaba en la estantería, brillante y sin una mota de polvo. Eso sí, computación no sabía: no estaba incluida en los programas de sus tiempos. Sólo había aprendido a usar celular, casi por obligación. Estaba retirado, clao. Desde entonces Luis Vilella se dedicaba a escribir. Meticulosamente. Metódicamente
Su residencia estaba ordenada concienzudamente, y su vida regulada por los amaneceres, el gimnasio y la pileta cubiertos (dentro de su casa, claro), almuerzo, cena, una hora mirando TN, una hora de radio (su antigua "7 mares"), una hora de Beethoven en long play.
Había ido quedándose solo: su mujer, su hijo mayor, muertos por enfermedades (la de él, innombrable, la de ella, casi un suicidio) La nena y el menor en los Estados Unidos, ya completamente americanos, ricos, felices, gordos y lejanos. En su cumpleaños y en Navidad, dos palabras en el contestador.
Pero no se sentía solo. De hecho, la metodicidad de su vida era su compañía, su pertenencia, su pervivencia.
En eso estaba.
En eso estaba, domingo por la tarde, cuando sonó el timbre.
Y sonó cuatro veces, más, mientras Luis Vilella guardaba el cuaderno junto con los otros más de veinte que llevaba escritos en el cajón oculto de la cómoda Luis XVI de su estudio.
Cuando abrió, LV se encontró con Ladulce Joanna. Sonriente. Chispeante, casi.
– ¡Hola, tío! –, dijo la sonriente Ladulce.
En realidad, aseguraría luego, se llamaba Melys, Melys Joanna Cardif. “Melys” era “Dulce” en galés Y los Cardif lo eran, y Cardif era el apellido de la difunta esposa de Luis Vilella. De ahí: “tío”. Aunque LV creyó que la chica decía “tío” como expresión vulgar, semejante a “padre” o “maestro”.
– No compro nada. No recibo visitas. ¿Quién te dejó entrar?
– E… es su sobrina, señor Luis. Hija de su cuñada Margaret… – dijo tímidamente el jardinero, a veinte pasos, con la gorra en la mano.
– No tengo sobrinas. Buenas tardes. – cerró con fuerza.
Pero Ladulce usó el viejo truco del pie en la puerta.
– Vamos, tío. Que nunca hayas sabido de mí no quieres decir que niegues al fruto del vientre de tu cuñada Margaret. Nunca me conociste porque nunca me aproximé a vos, a pesar de la vida que llevo vivida en este país. Mi madre está en Gales, aún.
Luis Vilella mantuvo la situación en suspenso, como si se hubiese detenido la proyección. El pie en la puerta, la mano en el picaporte, los dos mirándose. Finalmente abrió la puerta y entró. La chica hizo un globo de chicle y lo siguió, dejando marcas de barro con sus zapatillas de marca en el superlustrado parquet.
– ¿Qué necesita, señorita? Nunca me relacioné con su madre, y no sé…
– Que me hagas un lugar en tu casa, tío. Es bastante grande, y estás muy solo. Siento tanto lo que le pasó a tía Enriqueta…
Ladulce había empezado a acomodarse, a sacar cosas de su enorme mochila con arnés, para largos viajes. Desenrolló la colchoneta aislante.
– De última, me tiro en algún lado. Debe haber algún rincón oscuro donde pueda pasar la noche una chica solitaria. A menos que pienses que tirarme en la calle, fuera del muro, sea lo más conveniente para vos…
En silencio, LV la condujo a la habitación que había sido de su hija ausente (“¡Uau!”), le mostró el baño (“¡Uy!”), la cocina (“¡Iupiii!”) y la pileta de natación. Bueno, la pileta no se la mostró, sino que Ladulce se apuró a abrir la puerta que LV estaba cerrando apurado.
– ¡A la pelotita! – dijo Ladulce. Y de inmediato empezó a sacarse la ropa. Toda la ropa. Absolutamente en pelotas, se tiró al agua. Inmóvil, tieso, Luis Vilella la miraba evolucionar con la gracia de un delfín. Sólo faltaba que diera un salto fuera del agua.
Al cabo salió del agua, el agua reflejando las luces en cada centímetro de su hermoso cuerpo, y dijo:
– ¿Puedo quedarme, tío Luis?
LV carraspeó, porque algo se había atorado en su garganta, y contestó:
–Si.
Ladulce lo abrazó y lo besó. Con la ropa mojada, LV se fue lentamente a su cuarto, a cambiarse. Y a reflexionar.

Así fue como el mundo metódico, controlado, establecido, de Luis Vilella, se fue deteriorando como una manzana que nadie come. Poco a poco se fue ennegreciendo, soltando sus capas exteriores, ablandándose, licuándose.
Seis meses de convivir con Ladulce lo convirtieron nuevamente en siervo de una mujer, obediente a sus mandatos domésticos. Antes lo había sido de Enriqueta, aunque en ella había predominado, como un fondo gris, el horror. Ahora esta muchacha cuya carta de presentación había sido su cuerpo desnudo, empapado y feliz.
Pero seguía escribiendo. Metódicamente, minuciosamente. Le faltaban muchas cosas que contar, en sus escritos. Y lo hacía cuando Ladulce se iba a bailar, o a hacer compras, o a algún lado llamado “Quetimporta”, que había aprendido a respetar. Ella no sabía de los escritos. Pero igual, LV se cuidaba mucho de que no supiera de su existencia.
De pronto, engordaba. Soportaba la música (rock nacional, decía Ladulce) que, hay que decirlo, ponía baja, y en su cuarto. Y ella soportaba (¿o le gustaba?) Beethoven, a una hora determinada. Él sobrellevaba los aparatos raros que metía en la cocina, en el living, por toda la casa. Tecnología. Culpaba en parte a la “tecnología” de las cosas horribles que veía en televisión. Porque ahora la televisión estaba encendida. Y lo que veía le daba, en general, asco. Y vergüenza. Y tristeza. E impotencia. Impotencia. Rabia ya no: se diluía entre la impotencia y la tristeza. Cuando veía la televisión con Ladulce le venían muchas ganas de escribir. Su vida había sido demasiado importante como para no dejar testimonio. A los historiadores del futuro, por supuesto. Cuando se contase la verdadera historia. Su verdadera historia.

Luis Vilella no lo advertía, o acaso no advertía la magnitud del cambio, pero se estaba produciendo, lenta e inexorablemente.
Hasta que el cambio avanzó como una topadora. Derribó todo: la meticulosidad, el método, el orden, la constancia. Hasta el cariño que había desarrollado por esa loquita que se hacía llamar Ladulce, aunque su nombre era Melys.
Llegó la policía. Con una orden de captura. En cierta forma lo esperaba. Siempre hay cagones, ortivas, aún en las mejores familias. Y su “familia” era la mejor de todas. Eso estaba dentro del método, de sus previsiones: sabía cómo defenderse, y no hallarían pruebas.
También había una orden de allanamiento. También dentro de lo pronosticado. Así como tenía pronosticado el resultado: no hallarían nada.
Sólo que con la orden de allanamiento vino Ladulce.
Otra Ladulce. Seca, dura. Absolutamente distinta. Hasta en la ropa. Hasta en los ademanes.
Ladulce no lo miró: fue directamente al cajón oculto de la cómoda Luis XVI de su estudio. Donde estaban todos sus escritos. Sus escritos, relatando las misiones, los grupos de tareas, las salidas, los combates verdaderos, los “enfrentamientos”, los asesinatos selectivos, las capturas, los prisioneros, los interrogatorios, los sistemas, los manuales importados, las estrategias, los nombres. Todo lo que iban a necesitar los historiadores del futuro. ¡Del futuro, no de este presente embarrado y pringoso!
Lo esposaron, a punto de desmayarse; pero habían traído un médico.
A punto de desmayarse, el ex represor de la dictadura Luis Vilella observó cómo esa que él creyó su sobrina descolgaba algo como un pequeño camafeo del ángulo superior de su estudio, junto a la estatua del discóbolo, y de entre sus condecoraciones.
Una cámara. La maldita tecnología.