viernes, 31 de octubre de 2014

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C784 1CxD02 157 (31 de octubre de 2014)

El Chancho Rengo

© Jorge Claudio Morhain

No había abrepuños ni cardo ni chamico ni alambre de púa que lo parase. El Chancho Rengo se bebía los campos hacia las lucecitas lejanas. Cruzaba el campo en medio de la noche, y el coro de perro s lo acompañaba, desde el horizonte.
Llegó a la ancha avenida de tierra que un día se llamaría Pereda. Siguió por los yuyos, porque los pies llagados por las espinas se calmaban con el frescor de la noche cercana.
A los tropezones cruzó las seis cuadras largas de Máximo Paz espantando a las madres y los niños que corrían a esconderse bajo las cobijas al grito de “¡El Chancho Rengo!”
Cuando enfocó el Almacén de Ramos Generales de Mori, fue como un dejarse caer, contra la puerta. Un abrirla de un golpe, un callarse ante el silencio.
Los parroquianos sosprendidos con las copas enla mano, con las barajas en lo alto a punto de cantar truco, con el cuchillo a punto de llegar al salame. Las estanterías llenas de latas de pintura, botellas de caña, rolos de alambre, cajones de fideos y arroz. Elcartel, notable “NO PERMITO ESCUPIR EN EL SUELO”. La extensa salivadera.
El Chancho Rengo juntó aliento, metió la mano en el tirador y sacó unos arrugados billetes.
– ¡Ginebra! –, dijo.
Dopn Mori dejñó el cuchillo de lado, bajó la Bols de terracora y le sirvió un vasito culón.
Los vasos llegaron a las bocas, las bartajas a la mesa lustrada de codos.
El Chancho Rengo tomó la ginebra de un trago, y luego se dio vuelta.
– Buenas noches –, dijo.
Respetuosamente, todos le contestaron: ¡Buenas noches!

Don Mori le siervió otra ginebra. El gordo paisano acomodó su pierna de palo, y se dispuso a vaciar la segunda copa. 

jueves, 30 de octubre de 2014

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C782 1CxD02 155  30 de octubre de 2014

Pizza y Delivery Vila Vila

© Jorge Claudio Morhain

Papardella, el tano, solía hacer unas pizzas gloriosas.  Y no era sólo el gusto inefable, el toque perfecto de la masa, ni demasiado esponjosa ni demasiado seca, ese qué se yo del condimento del tomate cobertura, el punto justo de la muzza cubriendo ese alma de anchoas y desbordándose de puro gusto. No, antes estaba el olor, que invadía el pasillo, los pasillos, las alturas, los pisos agregados y hasta los departamentos de los fondos, algunos de los cuales daban a los desagües donde el olor tenía que ser muy fuerte para superar la puzza constante.
Era raro que el tano viniese a la villa: por lo general éramos gente del interior, del norte, o peruanos, bolivianos y paraguayos. Los tanos ya habían pasado lo suyo, en la época de los conventillos. Pero Papardella era nuevo. Era de la nueva oleada. Expulsado de su país por el hambre y la miseria. Increíble, che, pero ahí estaba.
Tampoco, hay que decir, Papardella venía con la habilidad para la pizza desde Italia. Había ido a parar a una pizzería italiana del barrio norte, de Palermo (cualquiera de ellos), donde fue muy bien recibido por su tanada manifiesta, precisamente. Y ahí agarró la mano de la pizza majestuosa. Después dejó la pensión donde vivía desde que llegó, y se mudó a la villa, a una de las casitas vacantes desde que sus habitantes se fueron a un plan Procrear, a la provincia. El tano estaba feliz. Aquella mezcolanza de nacionalidades le recordaba su litoral, traspasado de africanos y croatas, aún más pobres que los residentes. Además, con esa bonhomía peninsular, con esa generosidad legendaria de los tanos, no mezquinaba el producto. Por lo menos, al principio.
Es que empezó a haber colas, para recibir una porción de pizza. Es que el tano, además, no las cobraba.  A mí, que era su vecino, fue al primero que le transmitió su inquietud.
– Non vaseno di piú, Cachilo (Cachilo, Cacho, soy yo) Se me stanno arovinando le ganancia.
– Y claro, tano. Las cosas gratis únicamente las puede bancar el Gobierno y eso si quiere.
– Ma ío no so il Goberno. Io laboro per mangiare… Ma, non é quello il problema…
A veces me costaba entenderlo, porque uno más o menos está acostumbrado al cocoliche sainetesco e los tanos viejos. Pero este era moderno, tenía poca calle en la castilla, así que había que parar la oreja. Por lo que pude descifrar, la preocupación de Papardella era que a veces comían los que tenían recursos y no los pibes que de veras pasaban hambre. Y que  los que podían no dejaran ni un mango en la cajita de contribuciones que había puesto a sugerencia mía.
Lo solucionamos: pizza gratis habría en el Comedor Los Cositos, que era donde se reunía el piberío flaco, y donde se analizaba cada caso antes de dejarlos venir a comer.
Entonces se quejaron los otros. No podía ser, dijeron, que solamente los pobres pobres (todos se consideraban pobres en la villa) probaran la pizza de Papardella, y los que la pagarían con gusto nada.
Entonces empezamos esta sociedad, con Papardella. Él cocinaba esas pizzas gloriosas, y yo las distribuía: lo que era del comedor, sin cargo. El resto, por pedido y a domicilio.
Algunos empezaron a quejarse (la gente que tiene la panza llena siempre se queja) porque cada vez que llamaban a Papardella atendía yo, aunque fuese por otro asunto. Había que ponerle un nombre al negocio. Y fue ese: “Pizza y Delivery Villa Villa”. Lo del doble “Villa” fue otra genial idea mía (perdón, es que soy un genio) No era lo mismo “Pizza de la Villa”, ni “Pizza Villa” que “Pizza Villa Villa”. Le daba otro tono. Otra categoría. Por un lado reforzaba la idea de que era algo nuestro, de la Villa. Por otro le daba esa intriga de la doble imposición. En fin, cosas que aprendía en la facultad, a la noche. 
Y así anduvo bien un tiempo. Sólo limitado por la capacidad propia de Papardella para cocinar sus pizzas. Lo que limitaba el servicio a dos o tres veces a la semana, y limitaba la demanda que se podía satisfacer.
Entonces recibí el primer delivery con una dirección extraña. Ya no era “casa tanto”, “pasillo tanto”, “sector tal”, que era la identificación habitual de la villa. Esa era algo como “Gurruchaga 1214” o “Nicaragua 4200”. Era una dirección en la ciudad.
– Che, tano, ¡vos viste esto? –, lo encaré.
– Un pedido. Una grande de jamón y morrone. Allora?
– No. Es un pedido de afuera. De afuera de la villa.
– Ah, catzo. Io non lavoro per fuori… Cosa facciamo?
– Y, qué se yo. Se ve que algún cliente de la Villa convidó a uno de la ciudad, y… Yo diría que no podemos dejar a los clientes en banda.
– Eh, ma si. Avanti bersaglieri, que la vittoria è nostra, dai.
Y así nació la empresa. ¿Cómo que cuál empresa? ¿No me estaban haciendo un reportaje para los Nuevos Emprendedores de Canal Encuentro? Ah, menos mal. Me sembraba que fuosenno bugiardo…
Ah, perdón. Es que se me pega la tanada.
Sintético: Papardella dejó el restaurante y compró una casa grande en la Villa. Tomó a cuatro vecinas y les enseñó a cocinar pizza como los dioses… si los dioses se llaman Papardella. Y vendemos a cuatro manos. Soy el Jefe del Delivery, y tengo cinco motoqueros a cargo. ¿Qué tul?
Ah, usted dice que por qué se llama “Pizza y Delivery Vila Vila” y no “Villa Villa”. Un poco por marketing, pero más por la tanada. Papardella no dice “Viya”, dice “Vila”. ¿No suena mejor?
Sí, ya sale la grande para el equipo, non calentasenno…
Sí, la tanada.




miércoles, 29 de octubre de 2014

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C781  1CxD02 154  (29 de octubre de 2014)

El viento

© Jorge Claudio Morhain

El viento. Siempre el viento. Este lugar es el agujero de todos los vientos. A veces creo que la Patagonia ha extendido sus dedos y que llega muy al norte, con su viento.
Viento que agita las ramas, que desguaza las flores, que aplasta los yuyos, que hace doler a los techos de chapa y que golpea los postigos descontrolados.
Viento del miedo.
Viento de la noche.
Me han dicho que, en las noches como esta, el viento se manifiesta en forma corpórea, que toma la forma de un ser, de un ente, y recorre las calles recogiendo almas perdidas.  Pienso que una de estas mil noches de viento ese ente se llevará al Tinto, alma perdida entre los perdidos, ignorante siempre del sitio donde vive, el año que transita, el barrio que lo acoge.
Y después está Ignacio, la rata charlatana. Yo la he visto, no crean que es cuento. Es una rata de laboratorio, grane, orejona, que viste camisa y chaleco, y asusta.
Asusta.
Por eso lo dejo al Tinto que se inserte conmigo, en este hueco de cemento en la extraña forma de este edificio. Parece el agujero que queda cuando falta una muela, o cuando los dientes están muy separados. Apenas cabe una persona. Y el Tinto, somos dos. O tres, si contamos la botella. Bueno,  botella…: cartón, digamos más vale. Y es generoso el Tinto.  Te ofrece un chuponcito de la tetita del cartón. No está mal. El viento enfría todas las cosas, y el vino remueve algo por adentro y se enciende un fogoncito.
Ignacio deja de charlar, y se mete en algún agujero. Mala señal.
El Tinto canturrea, y se hamaca. En cada vaivén, nos vamos ajustando mejor. Y ya no siento frio. y él seguro que tampoco, aunque es difícil que sienta frío conservado en alcohol como está. Por suerte no llueve, el cielo es una joyería, aunque de a ratos me parece que el viento mueve las estrellas, las sacude a ver si alguna se cae. Y cada muchísimo tiempo, alguna se cae de veras.
Hoy ha sido un día lindo, con buena comida porque hay ricos que están de temporada en su casa, y porque como hay ricos en el barrio la gorra nos trata con más condescendencia, digo, porque hablar de piedad de la gorra es pedir leche a un toro. Y hasta ligué un ponchito viejo, que se llevaba un perro de los ricos, seguro una manta que le dieron los amos y que el animal estaba acomodando, que se joda, yo la necesito más. Viene bien, porque ahora la comparto con el Tinto, así como él comparte su vino.
Pobre Tinto. Un día de estos el coso del viento se lo va a fumar.
Podrá ser hoy. Mientras me acurruco contra el Tinto, veo cómo el viento amontona sombras, reconstruye huecos, rompe y recompone en los ángulos muertos de las casas. Los manchones de negro van y vienen mientras el farol que se ha aflojado baila el mambo del viento oscuro.
Un viento oscuro.
Como una corriente de tinta, que corre las calles y va tapando la luz. Casi puedo verlo, al coso del viento, ir tragándose las estrellas, amontonando negrura.
Me entra el cuiqui, y trato de dormir. No hay mejor cosa que dormirse. Todo se termina, y se deja de sufrir, y el tiempo pasa muy rápido, y se traga las sombras.
Pero no puedo dormir, con el Tinto hamacándose de esa forma. Trato de tomar el compás, para que me acune el sueño, pero es un ritmo desparejo, como cuando se da vuelta el dial y se oye un cachito de cada cosa que transmiten las emisoras. Y finalmente voy a tener que decírselo, así que abro los ojos…
Mejor no los hubiera abierto.
No habría visto delante de nosotros, patente, siniestro, el bicho hecho de sombra y viento, blancos los dientes, negro todo lo demás, alborotado por los bordes, despeinado por el viento, frío, frío, y oscuro. El ente del viento.
Cerré otra vez los ojos, y sentí que algo se salía de mi costado. El Tinto.
El Tinto se fue con el bicho. No sé si se lo tragó, o se lo llevó de la mano, porque no volví a abrir los ojos, y en el hueco que de repente se hizo en la pared me desparramé a gusto y me entró la sueñera.
Pobre Tinto. O no. A lo mejor el viento lo convida con vino.
Así nos vamos, yo les digo porque yo lo he visto. Un día uno y un día otro. Nos lleva el viento. El mal viento. El viento de la vida.

Así nos vamos.

martes, 28 de octubre de 2014

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C780 1CxD02 153 (28 de octubre de 2014)

Travesía

© Jorge Claudio Morhain

La vereda de mi casa es la más linda, porque la línea oscura cerca del cordón se prolonga casi, casi, por toda la cuadra. Se corta en lo de Ramuspi, porque tiene adoquines. Y ya sabemos, loa adoquines no cuentan. Así que me puedo desplazar seguro todos los días, sin abandonar la senda, la viborita de la suerte. De ahí en más, empieza la aventura. Calles desparejas, falta de baldosas, y hasta zonas de tierra. Allí me convierto realmente en lo que soy: el Explorador de lo Desconocido, y camino probando piedritas, ladrillos, guardas intrincadas como las enredaderas de la Jungla Oscura, y hasta lianas, que permiten trasladarse con el método Tarzán. La última vez un gorila salió de la jungla gritándome que esas eran las cuerdas que sostenían su pasacalle, pero no le hice caso. Así, con gran trabajo, mucho sudor y abnegación, puedo llegar a la Gran Factoría de Esclavos, donde la Compañía junta los nativos para adoctrinarlos. El cartel dice “Escuela”, pero es una estrategia del enemigo. Hay días en que la travesía se pone más peligrosa, más aventurera. Cuando llueve, por ejemplo, y hay que navegar en canoas amarillas chapoteando y esquivando los cocodrilos camuflados como botellas vacías, cuando las zonas de tierra se convierten en pantanos que tragan todo lo que se acerca. O cuando hay muchos expedicionarios en la misma ruta; suele pasar los días que hay partido en la cancha del barrio. Entonces hay que luchar a brazo partido con watusis, balubas y masais, además de zombis y vampiros diurnos.  Realmente, la travesía compensa las horas perdidas en la Factoría, donde trato de pensar en otra cosa, para que no me haga efecto el acondicionamiento de la Compañía Escolar.
Pero un día tuve un serio percance en mitad de la travesía, y eso quiero contar. Fue, precisamente, en lo de Ramuspi, cuando descansaba de la peligrosa marcha por la delgada liana de una baldosa verde en el Supermercado chino. Justo se abrió la puerta y salió… La Diosa de las Profundidades, Alina, vestida con un guardapolvo duro y blanquísimo, como verdadera Vestidura Sagrada de la Gran Diosa. Como corresponde, guardé silencio hasta que la Diosa me dirigió la palabra, preguntándome si iba a mi Factoría, o a mi escuela. ¿Qué le iba a decir? Es misión de todo Explorador de lo Desconocido conducir a las doncellas hasta el Palacio de Cristal, a tomar un helado. Claro, ella no quería ir al Palacio, sino a la Factoría, pero no es misión de los Exploradores de lo Desconocido indagar las razones de una dama, así que tuve que llevarla conmigo. Tuve el impulso de llevarla en mis brazos, por sobre los balcones, pero me pareció que no era lo apropiado para un Explorador serio como yo.
Pero, ¡horror!, lo primer que hizo la Diosa Alina fue hundirse en el lodazal blanco de las baldosas del medio. Yo vacilé un buen rato, colgado del fino cordón de la guarda azul. Y, finalmente, pensé, la vida del Explorador de lo Desconocido debe ser arriesgada, trabajosa y abnegada. Así que me hundí con ella en el mar sin límites de las veredas vacías y, como buen piloto de tormenta, la guié sin incidentes hasta la Factoría de Esclavos. Como corresponde, el Explorador de lo Desconocido recibió al final de su misión el merecido premio de un beso de la Diosa de las Profundidades.
Desde entonces, y los días de clase, el Explorador de lo Desconocido maneja su bergantín, conduciendo a la Diosa a la Factoría. Feliz y contento. Como debe estar el Explorador cuando su misión se ha cumplido satisfactoriamente.

Eso.

lunes, 27 de octubre de 2014

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C779 1CxD02 152 (27 de octubre de 2014)

El aprendiz

© Jorge Claudio Morhain

A veces se cansaba del tranco lerdo de la llama, y caminaba un poco, llevándola de tiro. Pero en las cuestas, cuando uno pesa el doble, prefería montarla. A medida que subía, el aire se iba haciendo más tenue, más limpio, más ansiado.
Cuando al fin llegó a la cueva, el mundo entero era un potrero lleno de huecos y montículos, que se desparramaba allá abajo, como aprisionado por el cielo pálido y frío.
La bruja lo estaba esperando.
– Vos sos el enviado –, dijo.
– Yo soy el enviado, Chacha. El huarma destinado como su ayudante, su aprendiz.
Sonrió la vieja, brillando al sol el único diente.
– Güagüa ‘ahí ser, nomás. Pero ti he de hacer hombre.
Aprendió la magia. Pero también aprendió el idioma de los cerros, el ordenamiento de las sendas, el aliento de los vientos, los sabores del sol, los aromas de los cactos, el lenguaje del vuelo de los cóndores. Y, sabiendo aquello, supo el secreto del corazón de los humanos.
Y se hizo hombre.
Y un día bajó al valle, calzado de ushutas y envuelto en su poncho de vicuña, apoyado en su callado de cardón.
Lo primero que pasó es que un grupo de turistas quiso comprarle el poncho.
Eso antes de acercarse al poblado, lleno de autos, rodeado de rutas, hirsuto de antenas como platos, rumoroso de electrónica.
Y el Mago supo que a su extraordinario aprendizaje en la montaña debía agregarle algo más.
E hizo la primaria, y la secundaria, y la Universidad.  
Luego de terminar su posgrado en Antropología, tomó la decisión fundamental de su vida. Compró una llama y, un rato montándola, un rato llevándola de tiro, subió a las alturas, donde el aire es fino y suave y el mundo un campo arado y desparejo.
Sentado en la puerta de la cueva, se dejó envejecer.
Un día, estaba seguro, un huarma, un joven, subiría a verlo.

Para hacerse hombre.

domingo, 26 de octubre de 2014

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C778 1CxD02 151 (26 de octubre de 2014)


Sobre la expresión y un vaso de leche

© Jorge Claudio Morhain

El tipo me miraba con la persistencia de una serpiente hipnotizando a un ratón. Inmóvil. Tieso. No tenía el foco en mis pupilas, sino cinco centímetros más allá: o sea en el centro de mi cabeza. Y, aunque no pudiera penetrar allí, sentía la presión de esa mirada perforante y molesta.
– ¿Qué? –, le dije.
– ¿Cómo hacés? –, contestó, embelesado. – ¿Cómo podés expresar con tanta facilidad tu soledad, tu desamparo, tu necesidad de ser amada, tu incertidumbre ante el abismo de la vida?
– ¡Ah, bueno…! – exclamé, porque el tipo acababa de poner en prosa cien páginas de poesía de mi nuevo libro, el que acababa de presentar. – Cómo lo hacés vos, tendría que preguntar, ¿no?
Sacudió la cabeza, como para bajar a tierra.
– No soy poeta. Admiro a los poetas… Bueno, a los poetas, no sé si me entendés. Porque hay mucha gente que escribe eso que llaman poesía, y que a mí por lo menos me parecen composiciones de la escuela primaria.
– Bueno, tampoco la pavada. La mayoría de los poetas que he oído, o que he leído, me conmueven. Todos dicen algo, aún aquel que escribe de manera ingenua. Es como la pintura, ¿viste? A veces un näif es más expresivo que un manierista…
– Que un manierista… – El tipo estaba pensando otra cosa. Intentaba seguirme repitiendo mi última palabra. ¿Podría ser tan estúpida, yo? ¿Cómo vine a quedarme sola, con un vaso de gin tonic, mirando a este hombre que tomaba un vaso de leche?
– La leche me calma. Aplasta las ideas revolucionarias. Me deja pensar. – no sé si lo dijo en ese momento, o antes o después, ¿qué importa?
– Además, no jodamos. Vos sos un buen escritor. Tus novelas me hacen llorar o reír, y me enamoro de tus personajes. (Ah, era por eso que me quedé frente a él, ahora me cayó la ficha)
– ¿Sí…? –, dijo, con cara de Mex Urtizberea.
– ¡Sí! ¡Qué te pasa! ¿Tomaste algo que te pegó mal, o hace dos días que no dormís, o me estás cargando?
– Temperamental.
– Tan temperamental que estoy a punto de mandar a la mierda a mi novelista más admirado, mirá vos.
– Y dulce. Encantadoramente temperamental y dulce.
Boludo.
– Dale, tomá tu leche. A ver si te calma.
Se rio en silencio, y supe por qué: era yo la que estaba nerviosa, no él.
– Es que yo siento lo mismo que vos. Angustia, soledad, incomprensión, abandono, ausencia de amor, nostalgia de aquello que nunca jamás sucedió.
– Esa línea es de Sabina.
– ¿Pero no hubiese sido maravilloso? Habernos conocido dos, tres, diez años antes… Querernos como queremos que nos quieran, vivir juntos la aventura indefinible e inefable de vivir…
Me puse colorada. Busqué un cigarrillo, y me acordé que ya no fumo: me pasa cuando estoy nerviosa. El hijo de puta del cigarrillo te mata en calma.
– No funciona. No funciona así. Ya estaríamos separados, y capaz hasta odiándonos.
– No puedo odiar a quien escribe semejante poesía.
– Dejate de joder. Sos un poeta. Y bueno. No importa que no escribas versos. O mejor aún: no escribas versos. Contá todo eso que te come por adentro por la boca de los otros.
– ¿Los otros?
– Los vicarios que recorren tus cuentos, tus novelas, tus ensayos, tu teatro. Vos ponés tu vida en fragmentos, en veinte personas ficticias. Yo las meto en veinte líneas trabajadas y dolidas.
Me miró con la inmóvil persistencia de un sapo disimulando para que no lo pisen.
– Lo siento. Hoy tengo una noche ocupada. Pero no nos perdamos. Quizás…
– ¿Quizás…?
– Quizás te saque poeta. Tomate tu leche, antes de que te la vuelque en la cabeza.
Me fui. Por la vidriera vi que, en efecto, se tomaba su leche.







viernes, 24 de octubre de 2014

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C777 1CxD02  150   24 de octubre de 2014

La muralla

© Jorge Claudio Morhain
Ocho veces intentamos entrar en la fortaleza. Ocho veces fuimos rechazados, y casi ochocientos hombres valiosos quedaron perdidos para siempre. Los sabios de la corte, los guerreros históricos, las damas de compañía, las madres, nos pedían que abandonásemos, que dejásemos al Gran Kan mandar sobre todas las tierras, sobre todas las almas, sobre todas las riquezas. Sobre todas las mujeres.
Incluida Adiolena.
Pero Adiolena era mi esposa. Mi amada esposa, madre de mis bravos hijos, uno de los cuales, el más brillante y hermoso, había abandonado la vida al pie de las murallas del Gran Kan.
Consulté al Gran Maestro (porque nada hacemos en el Pueblo sin consultar al Gran Maestro. Me miró desde la profundidad de su vida de abismo. Me miró en silencio.
– ¿Debemos rendirnos, entonces? –interpreté ese silencio.
– Rendirse es de cobardes –, dijo, en un siseo apenas audible.
Efectué las reverencias de rigor y estaba saliendo, cuando oí un nuevo siseo:
– Inteligencia… –me pareció que decía.
Inteligencia.
Reuní a mis hijos y a mis principales caballeros. Quería inteligencia. Todos hablaron:
– Hay que entrar.
– La muralla es infranqueable.
– Hay una sola entrada, con cinco puertas. Infranqueables.
– Se proveen de agua en una surgente, en el interior de la muralla.
– No hay torres ni escaleras que alcancen su altura.
– Y no somos pájaros.
– ¿Y peces? –, dijo mi hijo menor, y todos pensamos que era una chanza desubicada de niño.
– Hay un desagüe, por donde sale el agua servida y el sobrante de la vertiente. Todos lo conocen. Forma un arroyo torrentoso.
El mayor de mis caballeros meneó la cabeza.
– El niño propone entrar por el desagüe. Pero ya se ha intentado. La vertiente viene con mucha fuerza, y arrastra mucha agua. Es imposible ingresar contra la corriente.
Silencio.
Hice varias reuniones. Invitamos a los ancianos, a los sacerdotes, a los sabios de la corte, a las madres.
Una de las madres habló en idioma críptico, y alguien supo interpretarla.
“Cuando pongo a hervir huesos para hacer una buena sopa, sube a la superficie una borra gruesa, a la que retiro, porque con ella se van las impurezas”.
Llevó mucho tiempo construir la represa, que contuvo el arroyo. Y los canales que llevaban el agua acumulada a los regadíos.
El Gran Kan debió pensar que nos rendimos, y nos dejaba hacer, con la segura esperanza de cobrarse con nuestras cosechas.
Pero en la estación de las lluvias cerramos las compuertas que iban a las acequias. Y el agua subió en nuestro dique. Subió. Subió.
Cuando su altura llegó a la altura de la vertiente, del otro lado de las murallas, nuestros soldados-peces nadaron corriente arriba por el desagüe.
Y así penetramos la muralla.
No vamos a hablar del triunfo, de la matanza ni del saqueo.
Ni del hermoso mausoleo a la memoria de Adiolena, construido por el Gran Kan.
Dejad eso a los bardos, que siempre exageran.  Y que no cuentan los triunfos de las buenas cocineras. Ni de los niños.


jueves, 23 de octubre de 2014

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C776   1CxD02 149 (23 de octubre de 2014)

Ella está aquí por algo

© Jorge Claudio Morhain

Siempre pienso que ella estaba allí por algo.
Siempre delgada, siempre oscura (no sé por qué oscura, acaso porque en promedio usa más ropa oscura que clara), siempre enigmática pero siempre como cayendo en tentación.
Evito mi recurrente defecto de imaginar una vida para quien apenas conozco, y dejo que el río transcurra, a su ritmo.
Todo el día, el día entero, hay gente delante de mí. Con apabullante mayoría de mujeres. Se trata de trámites simples, de esos que puede hacer un cadete, por eso los dejan en manos de las mujeres.
Es sencillo tratar con mujeres, casi lo mismo que tratar con niños, sólo que los niños son desagradables, caprichosos y malolientes. Las mujeres no. Todas vienen emperifolladas como para un baile, llevo una lista de los olores que me invaden, a cuál mejor, su aliento es siempre cálido y perfecto, y sus voces (en un 95%) aterciopelada. Yo lo noto enseguida. Están cachondas. Calientes, un decir. Vienen a hacer los trámites dispuestas a encamarse con el empleado de turno. Claro, no lo confiesan, no es explícito, y no lo harían si se los propusiera. Pero esa condición, ese objetivo, las hace amables y tiernas. Al 95%, claro.
Porque no faltan las vinagres, las viejas chotas y las conchudas alegres. Las vinagres vienen con cara de culo, mal cogidas y mal dormidas, y me hablan con tono prepotente. A esas les complico el trámite, las mando a esperar, las hago volver. A menos que la vinagrez sea insoportable, y que me convenga despacharla cuanto antes.
Las viejas chotas son duras de entendederas, sordas, mañosas. Uno les tiene ternura, y las trata como para que ellas crean que uno las trata como si fuera la madre de uno, cosa que no es cierto, al menos en mi caso, porque a mi madre cuanto más lejos mejor.
Y las conchudas alegres vienen recalentadas, más que calientes, y te sobran, te cargan, te complican la vida.
Pero hablemos de ella. Ella pertenece al colectivo de las adorables. De esas a las que uno les hablaría todo el día, para las que imposta la voz, suaviza el tono, facilita la vida. De esas con las que uno, definitivamente, se acostaría.
Y viene seguido. Tiene una gestoría, parece, porque me trae papeles de distinta laya, y se queda charlando. Hasta sé su nombre (sé el nombre de todas, porque leo sus expedientes): Sandra Sirveste. SS. Torturame y decime judío de mierda, mi SS. Es casi arte de la oficina. Dos o tres veces por semana. Como una empleada más, a tiempo desparejo.
No, si le hecho insinuaciones. Y me sonríe. Y cuando me sonríe se me cae una baba, irremediablemente, y se me tensan los pantalones, a la altura de la bragueta. Sandra Sirveste. Sandrita. Pensar que me debe la vida. A lo mejor está aquí por eso. Para que un día cualquiera le salve la vida.
El día ese ella llegó agitada. Sudorosa. Yo pensé que con qué gusto besaría ese sudor, mientras atendía a una vinagre que me tenía podrido, cuando de repente noté su perfume por el costado de la vinagre, y la vinagre alzó la vista como para quererse comer a Sandrita, pero Sandrita le sonrió suavemente y me alcanzó una notita, y se volvió a la cola.
Desenrollé el papelito ante la mirada furiosa de la vinagre. El papelito decía: “Quiero chupártela. Dejame pasar detrás del mostrador”.
El corazón me hizo boing y me subió la sangre a la cara. La miré a través de la cola y vi su sonrisa pícara. Medio aturdido, despaché a la vinagre más rápido de lo que se merecía, y, haciendo una seña a la siguiente me fui hasta el extremo lejano del gran mostrador de madera, en el ángulo. Le hice seña a Sandra y abrí la puertita. Hay que aclarar que trabajo solo, en mi turno.
Sandra entró y se sentó en una silla, en el extremo lejano, yo volví al puesto de atención. Disimuladamente me bajé el cierre de la bragueta. Aunque no esperaba nada, en verdad. Era una broma de Sandra, seguro. A lo mejor estaba descompuesta y quería descansar adentro.
Hasta que sentí sus dedos, hurgar dentro del pantalón, hasta que sentí su boca acariciando mi tesoro…
Apenas podía mantener la calma, cuando entraron los pesquisas. Tres, de civil. Pero con anteojos negros y pelo al rape, traje y corbata. Sin mucho miramiento fueron a la cabeza de la cola y le mostraron una chapa a la primera, pidiendo a todos un paso atrás. Uno de ellos sacó una foto de Sandra y me la mostró.
Sandra me estaba paseando por los jardines d paraíso, y apenas podía mantenerme en pie.
– ¿La conocés? ¡Viene siempre a esta oficina! ¿Vino hoy?
Lo miré con cara de sota.
– Perdón. No conozco a nadie de los que vienen. No les miro las caras. Solamente hago mi trabajo.
El tipo se levantó los lentes y me miró fijo. Yo sudaba, porque  estaba llegando al climax, pero el pesquisa supuso que por miedo.
– ¡Mejor así! ¡Seguí haciendo tu trabajo!
Como llegaron, se fueron. Yo supuse que la cola se iba a convertir en un chusmerío, pero las mujeres retomaron su lugar, en un silencio de muerte.
En ese momento me estaba derramando en la boca de Sandra, y dije con voz trémula “un momento, por favor”. Saqué mi pañuelo e hice pasar las convulsiones de mi eyaculación por una especie de angustia contenida. La primera de la cola me dijo “Disponga, disponga. Lo comprendo…” La siguiente me miró con ternura y dijo “no les diga nada”. La última me aconsejó “tenga cuidado”.
Era la última. Se produjo uno de esos vacíos, cuando no hay nadie esperando. Sandra lloraba suavemente, abrazada a mis piernas.
– Ya se fueron, Sandra.
Sandra se puso de pie lentamente, roja como de vergüenza.
– Perdoname. Pero si me agarran me matan acá mismo.
– ¿De veras? ¿Qué hiciste?
Ella me acarició las canas, y me dio un beso en la frente. Un beso con olor a semen.
– Es mejor que no lo sepas.
Y se fue.
Hace poco vi su foto en un diario. Un diario que publica las fotos de los desaparecidos.