martes, 9 de diciembre de 2014

C804 1CxD02 178

C804 1CxD02 178   9 de diciembre de 2014

Hueco

© Jorge Claudio Morhain

El último ataúd terminó rompiéndose, y hubo que sacar los pedazos de difunto en una bolsa de residuos, para llevarlos al osario.
Mientras el ayudante se llevaba los huesos, Franco, el sepulturero, limpiaba la tumba que al día siguiente recibiría un nuevo cadáver, indigente sin duda. Los que podían pagar iban al sector antiguo, donde había bóvedas y mausoleos.
Cuando rascaba el fondo se produjo el agujero. Un hueco limpio, donde la pala no encontró resistencia alguna. Franco maldijo por lo bajo y removió la tierra alrededor, para buscar la cueva  (él suponía que era la cueva de algún bicharraco, cuis, víbora, peludo, que había cavado el orificio).
Pero al caer la tierra el hueco se demostró más amplio. Mucho más amplio. A medida que la pala escarbaba iba apareciendo, nítida, una entrada. Una escalera. Una escalera hacia las profundidades. Franco asomó la cabeza por sobre la tumba, a ver si volvía su compañero. Nada. Pajaritos y viento. Y nubes oscuras, que robaban la luz.
Puteando de nuevo, encendió su linterna y miró el hueco.
Escaleras. Escaleras perfectas. Movió la pala y quitó la tierra de los escalones. Mampostería. ¿Mármol?  ¿Habría habido allí una bóveda subterránea, tapada luego con tierra?
Lo mejor hubiera sido dejar todo como estaba, y llamar al director del Cementerio. Eso pensó Franco más tarde, demasiado tarde. Porque en ese momento sólo se le ocurrió ampliar el hueco, y pisar aquella escalera.
Apenas la suela tocó el mármol (porque era mármol) Franco se resbaló: un musgo fino y viscoso, casi invisible, cubría los escalones. Costó muchísimo mantenerse en pie, y sólo pudo hacerlo saltando cuatro o cinco escalones a la vez. Por suerte, conservaba la linterna. Aunque quizás la suerte hubiera sido perderla.
La escalera continuaba, sin vérsele el fin, al menos dentro del reducido haz de luz. Con extrema precaución siguió descendiendo los resbalosos escalones. Una especie de brisa, cargada, húmeda, con olor (¿a qué iba a ser?) a cementerio, parecía brotar de lo profundo.
Entonces oyó la risa. Primero, parecía un roce (patas de rata, pensó) Luego, ya se hizo evidente que había una garganta. Riéndose.
En el haz de luz comenzó a perfilarse algo. Algo viscoso. Algo pulposo. Algo escamoso. Algo dotado de ventosas supurantes. Algo que avanzaba desde las profundidades. Y reía.
Franco trepó de rodillas, resbalando una y otra vez, hasta que sintió en su espalda los tentáculos, fríos, huecos, ácidos, quemantes.

Franco Chávez, el sepulturero, fue hallado por la mañana (el ayudante se había ido a su casa, luego de juntar aquellos huesos) Estaba acurrucado en el fondo de una tumba vieja, en el sector de indigentes. Aparentemente había resbalado al querer salir del pozo y había sufrido un infarto. Nadie pudo explicarse la hilera de chupones que cubrían su espalda, bajo la desgarrada camisa. Parecía una hilera de ventosas, como aquellas de vidrio que se usaban antaño.

El nuevo entierro estaba esperando, así que retiraron a Franco y alojaron al nuevo inquilino. En una rápida ceremonia llena de mocos y llanto, la tumba fue cubierta.

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